Últimos días del hocino de Federico Muelas
88 peldaños separan el borde de las riscas del Huécar, al lado mismo del castillo y frente a los mesones que ahora cubren esta vertiente del que fue hasta no hace mucho un barrio marginal, de la cancela semiabierta, desmochada ya, que da paso al sendero de cipreses por donde se llega a los restos supervivientes, misteriosamente todavía en pie, agitándose al compás de los aires tormentosos, de uno de los últimos hocinos (si no es ya el último de todos) que antaño formaron parte ineludible del paisaje inmediato de Cuenca. Hago este sendero arriscado, una vez más, pisando alternativamente las grandes losas, donde las hay, y la tierra seca, peleando con el abundante matorral que pretende sepultar el camino, hasta llegar al que fue hocino de Federico Muelas. Junto a la cancela, una gran hornacina vacía recuerda que aquí estuvo una imagen de la virgen a la que el poeta rendía ritual homenaje cada vez que cruzaba esta puerta por donde accedía al refugio conquense que se había preparado con absoluta devoción, compensatoria de su obligada estancia profesional en Madrid.
El hocino es una peculiar construcción propia de las hoces de Cuenca. Tiene una configuración residencial, elaborada de acuerdo con la técnica de la arquitectura tradicional, con predominio de cuatro elementos clave: la madera, el hierro, la piedra y la teja árabe. Se construye hacia la mitad de la ladera, aprovechando algún resquicio natural abierto entre las oquedades del farallón rocoso y aunque puede estar vinculado a un espacio de huerta, esa no es su finalidad principal. De hecho, las huertas se encuentran situadas en el fondo del valle, en las inmediaciones del río, mientras que los hocinos sobrevuelan por encima de ese nivel. En Cuenca siempre hubo hocinos tanto en la cuenca del Júcar como en la del Huécar, pero los primeros desaparecieron por completo hace tiempo y solo en el último caso ha sobrevivido alguno. El de mayor carga histórica de todos ellos es el del conde de Toreno, cuya poderosa presencia aún domina desde un espolón el conjunto de la hoz, a pesar de que se encuentra completamente arruinado, permaneciendo en pie solo la estructura exterior.
El de Federico Muelas fue antes propiedad del escritor y académico Luis Martínez Kleiser y a su evidente carga ambiental, paisajística e histórica unía otra muy singular, la de haber sido durante un cuarto de siglo, elemento central de referencia para la cultura conquense, punto de cita y reunión al que acudían escritores, artistas, intelectuales en general pero también gente normal, del pueblo, interesados en tomar parte, quizá muchas veces como simples oyentes, en un foro de conocimiento en el que, a través de la vieja técnica de la tertulia, se podía hablar, discutir, analizar. No tengo constancia de que fuera también un ágora político o, al menos, esa cuestión nunca se ha mencionado en quienes acudieron de manera frecuente a aquel recinto donde, según cuentan, la literatura (la poesía, singularmente) era el soporte básico de las reuniones. Y la música, porque también hay constancia de recitales ofrecidos por Segundo Pastor y algún otro intérprete.
Esta ciudad no debería haber permitido que el hocino de Federico Muelas llegara a la situación de total deterioro, hasta ser ya irrecuperable. En realidad, esta ciudad no debería permitir esa constante sangría patrimonial, que nos hace perder, uno tras otro, girones de un soporte cultural siempre precario. Hay, es evidente, una meritoria atención oficial hacia aquello que tiene el marchamo de “monumental”, junto con un no menos apreciable desprecio por estas otras formas menores del patrimonio, que va desapareciendo a ojos vistas, ante la impotencia de quienes no tenemos capacidad de decidir. Los hocinos forman parte de la naturaleza, el paisaje y la esencia de Cuenca y pronto no quedará ni uno solo para dar fe de su existencia.
Releo las palabras del poeta en un añejo artículo, del año 1949: “No es fácil llegar hasta mi almena. Zarzas hostiles, traidoras ortigas, piedras mal seguras, soles y hielos, te disputarán el camino que lleva hasta el quijar de muralla que mi almena corona junto a rocas altivas, concentrando como ninguna otra desolladura del paisaje el sangriento resol de la tarde, la pálida luz del amanecer la dorada plenitud del mediodía”. El viejo hocino de Federico Muelas agoniza sin que nadie parezca sentir especialmente su pérdida, sin caer en la cuenta de que no solo se hunde un patrimonio personal sino que con él desaparece también un retazo de la memoria colectiva de esta ciudad.