El cuento de nunca acabar
Un amigo, al que veo poco pero hacia el que conservo un profundo y ya inmarchitable afecto, decía una frase insustancial, nada trascendente, pero con eficaz sentido: “Qué bonita va a quedar Cuenca… cuando la terminen”. El problema es que eso me lo decía hace más de treinta años, cuando parecía que la ciudad estaba inmersa en un profundo proceso de cambios estructurales y ambientales (recordemos: la construcción del Auditorio, el edificio Carmelitas, San Pablo transformándose en parador de turismo, el edificio de la Inquisición preparándose para Archivo, la Casa de Beneficencia convertida en delegación administrativa, el Museo de las Ciencias tomando forma y tantos otros lugares que por entonces cambiaban de aspecto y funcionalidad) que hacía imaginar, o quizá suponer, atrevidamente, que todo eso llegaría algún día a su término y podríamos contemplarlo en conjunto. La ciudad terminada, reluciente, cada pieza en su sitio y todo funcionando armónicamente.
Desde luego, nunca ha llegado ese día soñado. Al contrario, las obras, los proyectos, se han ido engarzando unos con otros, sin solución de continuidad, manteniéndose activo aquel espíritu de renovación que se ha convertido en una constante. No recuerdo, en mucho tiempo, un periodo de tranquilidad que pudiera hacernos creer en la posibilidad de haber llegado a ese momento utópico en el que todo estuviera ya terminado ofreciendo la posibilidad de contemplar la ciudad con una amplia mirada de conjunto, encontrándola ya terminada, sin necesidad de nuevos cambios.
El año termina con varios edificios monumentales envueltos con esas mallas (ignoro su nombre técnico) que ocultan a las miradas lo que está pasando tras ellas, aunque es fácil imaginar cómo manos habilidosas van dando forma a lo que quiera que se ha diseñado para retocar las fachadas, quizá también el interior, para reaparecer, dentro de un tiempo, con una imagen renovada. La más espectacular es la que cubre la fachada del Ayuntamiento hacia la Plaza Mayor, un alarde descriptivo que permite a los visitantes reconstruir visualmente la imagen del edificio municipal. Con este tipo de reconstrucciones dibujada, Cuenca se incorpora (con algo de retraso, seguramente) a lo que es habitual en otros lugares. También el Seminario y el Edificio Palafox están ocultos a las miradas por el mismo motivo, ofreciendo en ambos casos una impresión coincidente; son dos volúmenes de considerables medidas, dos paralelepípedos de poderosas estructuras y fuerte carga visual, pero para ellos no ha habido cubiertas decoradas, sino la malla pura y simple, sin alardes ni lujos.
De todas estas obras, justificadas sin duda, llama la atención la referida a la que se utiliza como sede del conservatorio, precisamente la que he elegido para ilustrar este comentario, porque esa obra se realizó bastante después de que mi amigo dijera aquella frase lapidaria que señalo al comienzo. No han pasado tantos años y ya necesita una reforma, lo que nos hace alimentar algún pensamiento poco amable hacia los modos y las técnicas que se emplean en estas restauraciones. Claro que, con eso y otras cosas parecidas, el trabajo no decae y la actividad se mantiene, algo digno de considerar en los pesimistas tiempos que nos ha tocado vivir. Lo que me lleva a pensar que, efectivamente, Cuenca será muy bonita el día que la terminen, aunque muy probablemente esa fecha imaginada nunca llegará a concretarse en un momento cierto.