Fugacidad y permanencia del tiempo navideño
Uno de los gastos más superfluos, por no decir inútiles, que registramos en esta absurda sociedad de consumo es el que tiene que ver con la iluminación navideña en las ciudades y en cualquier pueblo que se precie de haber alcanzado una cierta dimensión. Parece como si esas formaciones luminosas, más o menos creativas y originales (todo depende del presupuesto) con sus complementos añadidos –árboles engalanados, alfombras rojas, despliegue de mensajes de felicitación, figuras de Papá Noel a diestro y siniestro y, por supuesto, un buen reguero de nacimientos tradicionales- fueran como la seña de identidad de un lugar que necesita reafirmarse poniendo en las calles toda esa simbología que viene a marcar el último tramo de cada año. Algunos alcaldes progres han querido romper esa dinámica, jugando a introducir innovaciones esperpénticas en un esquema tan bien consolidado; lo intentó Manuela Carmena, tan inteligente y buena alcaldesa, con aquella estúpida invención de un desfile de Reyes Magos sin Reyes Magos y lo intenta también otra no menos lista, como la señora Colau, que ya no sabe qué aportación hacer a la escenografía urbana barcelonesa para explicar que estamos en Navidad sin utilizar elementos navideños. Rizar el rizo, se llama esa afición.
Por aquí somos más modestos y tradicionales. Nuestros regidores municipales no se quiebran demasiado la cabeza buscando novedades espectaculares. Tampoco tienen tanto dinero para despilfarrar como el alcalde de Vigo, que ha conseguido algo desde mi punto de vista insólito además de incomprensible: que la ciudad atlántica se convierta en un foco de turismo porque miles de personas acuden a visitarla para ver la espectacular iluminación que luce en sus calles. Como dice la tradición popular, hay gente para todo.
No compite Cuenca en ese territorio y, según yo lo veo, hace bien, porque como ya digo desde la primera línea de este artículo, me parece un gasto desorbitado, aunque soy consciente de que, si no se hiciera, el público local montaría en cólera y pondría a caer de un burro a los responsables municipales, circunstancia molesta que, como es natural, ninguno quiere asumir. Las luces navideñas y sus elementos acompañantes, aparte su artificio decorativo, intentan ofrecer al colectivo ciudadano una cierta apariencia de esperanza para un tiempo mejor que el de las penurias actuales envuelto, quizá, en un aroma de prosperidad lumínica que más allá de la superficie exterior puede llegar al mismísimo interior de los corazones. Algo difícil de creer pero no viene mal alimentar esperanzas de que así pudiera ser.
Lo nuestro tiene más que ver con la tradición consolidada. El eje central, claro, será el Nacimiento montado en la plaza de la Hispanidad, a la sombra protectora del hermoso monumento de Marco Pérez a los soldados muertos en la guerra de África. En cambio, no se ha explotado nunca el rico potencial escenográfico que ofrece el cauce del río Júcar. Hace unos años ya se hizo un amago de desfile en canoas, que no prosperó, como tampoco mereció mucha atención la disparatada idea de Federico Muelas de hacer una procesión de Semana Santa sobre las aguas generalmente tranquilas (salvo ocasiones puntuales, en que se sale de madre) pero no hay que descartar la posibilidad de que en algún momento propicio, con imaginación y medios, se pueda desarrollar algún proyecto parecido. El río está ahí, esperando ideas, y a pesar de los desastres medioambientales parece que su existencia no está amenazada en los próximos siglos. Por ahora, disfrutemos de lo que tenemos. Menos da una piedra.