Un remanso llamado Consolación
            
No se puede decir que el sitio de Consolación sea un paraje desconocido o ignorado, puesto que miles de personas lo visitan cada año, pero sí creo estar en condiciones de decir que esos visitantes proceden de los lugares inmediatos mientras que el resto, una considerable mayoría de pobladores de la provincia, nunca se ha acercado hasta allí y, a lo peor, ni siquiera conoce la existencia de un lugar que está muy próximo a las virtudes naturales que, se supone, tenía el paraíso terrenal, ese que perdimos por la mala cabeza de nuestros primeros padres. Ya lo decían, de forma tan directa como sencilla, quienes redactaron las Relaciones Topográficas (recuerden: siglo XVI), al definirlo como un espacio «donde hay asperezas, piedras, pinares, rambla, huerta y fuentes»a la vez que se recoge la extendida opinión de que «dicen haberse hecho muchos milagros».
      El sitio de Consolación se encuentra inmerso en un terreno totalmente apartado de las vías convencionales, al que se puede llegar desde diversos puntos, por caminos que surgen en la carretera CM 3201 a la altura de Villalpardo, Villarta o El Herrumblar, siendo quizá recomendable como más cómodo y directo el primero de ellos, aunque sobre gustos nunca se ha escrito suficiente. Como ya queda dicho, la tradición del paraje se remonta a épocas medievales, vinculada, como en tantos otros casos, a la aparición misteriosa de una imagen de la virgen, acompañada de inmediato por las necesarias leyendas milagreras que se extienden como un rosario de certezas indiscutibles. En sus orígenes, el trazado del camino real de Valencia a Madrid pasaba por estas tierras, a través del puente de Vadocañas, que se encuentra a muy pocos kilómetros, sobre el Cabriel, donde existía un portazgo en que se pagaban los derechos de tránsito entre los dos reinos; en un momento indeterminado, se levantó una pequeña ermita, vinculada a una venta con caballerizas, donde se efectuaba el cambio de tiro de las diligencias. La fe popular de los contornos, el trajín de los camineros y la abundancia de limosnas de unos y otros favorecieron la construcción, a comienzos del siglo XVIII, de un gran recinto destinado a dar hospedaje a peregrinos y viajeros y poco después se levantó el enorme complejo religioso, con el grandioso templo barroco que aún hoy podemos admirar y que, como es lógico, presenta en el lugar de honor del altar la imagen de la virgen de Consolación. Hubo allí comunidades religiosas, y por autorización de Carlos III se celebraba una feria anual que concitaba la presencia de miles de comerciantes, artesanos y hortelanos venidos de los más alejados lugares.
      Todo eso es historia, con datos objetivos. Otra cosa es -y a eso quiero referirme aquí- la increíble belleza de este lugar, el sosiego que se respira, el encanto que ofrece el vetusto caserío, con su estructura de rancio sabor popular, caballerizas incluidas, la nobleza de la arquitectura de la hospedería, la solemne textura arquitectónica del templo, el aroma de los recuerdos y sonidos extendiéndose a través del follaje natural. Es como una especie de paraíso extraído de las leyendas bíblicas para asentarlo en un rincón de la Mancha, donde la tierra se cubre de vegetación y sobre ella cruzan arroyos y riachuelos con aguas que brotan de incontables fuentes. Entre ellas, la de la Perlica, situada a los pies del santuario, se lleva la palma de la afición popular. Se respira aquí no solo el aire puro que emana del pinar circundante sino algo mucho más profundo, que se encuentra en el ambiente natural, al menos en esta época del año; se romperá cuando llegue Pentecostés y estos campos siempre fecundos conozcan la alegre, dinámica invasión de los romeros que traen a la virgen, pero tras ese paréntesis de algarabía, Consolación volverá a recuperar su sentido como remanso pacífico. Por aquí no hay autovías, ni trenes veloces, ni camiones a toda marcha, ni alborotos urbanos. Este es solo (nada menos) que un pacífico remanso sin prisas en medio de la velocidad del mundo.


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