Alegre canción del agua
Recibir una sorpresa consiste en conocer, ver, oír algo que no se espera. Nadie esperaba, hace unos días, que el cierre del telediario nocturno nos ofreciera unas imágenes (bellísimas, por otro lado), de las cascadas del río Cuervo en un momento de esplendor. Imágenes sin palabras, que son las mejores, porque no se necesita comentario alguno para acompañarlas y en las que solo el suave rumor del agua cayendo dulcemente, resbalando sobre la capa de musgo, era suficiente para completar el hermoso espectáculo, al que solo se le podría reprochar la brevedad, algo que es consustancial con la cicatera medida del tiempo que aplican los informativos televisivos.
La presencia del agua, abundante, en este caso, tiene un indudable valor, porque durante los últimos meses el río Cuervo nos había acostumbrado a presentarse impúdicamente desnudo, vacío, seco. Probablemente no hay imagen más desoladora, más impactante, que la de un río sin agua, un hecho que en los últimos tiempos viene siendo más frecuente de lo deseable y que nos ofrece la visión repetida de multitud de cauces, pequeños, casi siempre, abrumados bajo la maleza que invade todo, sin que ni una gota de líquido fluya entre ella. Impresión que se acrecienta cuando se vive la amarga experiencia de acercarnos a las riberas del embalse de Buendía, cuyo pavoroso vacío, constatable por cualquiera que tenga ojos, no es suficiente argumento para reprimir la insaciable capacidad de las tierras del sureste para exprimir hasta la última gota disponible, sin importarles en absoluto las consecuencias que para el mañana pueda tener esa avaricia de hoy.
Sobre el Cuervo y otros ríos serranos no ha caído esa maldición derivada de la insaciable despreocupación humana. Otros castigos sí lo amenazan y entre ellos no es el menor el derivado de esa realidad impalpable pero cierta vinculada con las alteraciones del clima una de cuyas consecuencias es la brusca alteración de los caudales fluviales, de manera que uno no sabe nunca si el río en cuestión llevará o no agua, y se será mucha o poca. Por eso, las últimas imágenes visuales que conservo de hace apenas unos meses, en el Rincón del Cuervo, es la de una total sequía. Resultaba, ciertamente desconsolador, contemplar las secas paredes de las cascadas, agrietadas, amorfas en su naturaleza escuálida, cubiertas apenas por unos ramajes igualmente pelados. Dicho en otras palabras: la fealdad paisajística apoderándose de lo que todos conocemos como un remanso de plácida belleza.
Con la misma impetuosa improvisación, gracias apenas a unas pocas lluvias y unos cuantos copos de nieve, el Cuervo ha recuperado su intensidad natural y esa agua que surge cantarina en el fondo de unas cuevas, corre presurosa durante apenas 500 metros para precipitarse alegremente por la pared rocosa y dar forma a esas cascadas irregulares, siempre diferentes, que nos ayudan a pensar en la bondad del mundo que nos ha tocado vivir; tan lejos están de aquí Donald Trump y otros desdichados ejemplares de la fauna humana, cuyas trapacerías no parecen tener vigencia en estos apartados pequeños paraísos naturales.
Conforta ver el nacimiento del Cuervo en la pantalla del televisor, tan lozano, tan amable, como un estallido de bondad natural tras todo el repertorio de calamidades que los locutores y corresponsales nos han contado en la media hora anterior. Es como si nos dijeran que, pese a todo lo dicho y contado, otro mundo es posible, existe y está prácticamente al alcance de la mano, apenas a un rato de distancia. Y así la imagen bellísima de las cascadas asentadas en el corazón de la Serranía de Cuenca alcanza un alto valor simbólico que, la verdad, es muy de agradecer.