Ai Weiwei y las bibliotecas públicas
Dicen que las comparaciones son odiosas. La afirmación la encontramos en clásicos como El Quijote o La Celestina, que son dos fuentes literarias muy de fiar. Quienes dicen tal cosa temen, quizá con fundamento, salir perjudicados si sus actitudes, méritos o cualidades se ponen en relación con otros mejor dotados, pensando que del resultado de tal acción comparativa pueden quedar humillados, pero no siempre hay que pensar en semejante conclusión. En el colegio nos daban notas que ponían en comparación las capacidades de todos los alumnos, en una competición deportiva hay uno que gana y otros que pierden y en un concurso literario alguien se lleva el premio, en detrimento de todos los demás, que no por eso se van a considerar zaheridos en su estima personal. A lo mejor, incluso, de esa relación comparativa se puede extraer alguna conclusión estimulante.
Viene a cuento esta introducción al observar el dispar comportamiento que se está aplicando en dos asuntos de evidente interés en el delicado ámbito de la Cultura, tan sensible siempre, precisamente por apoyarse sobre muy débiles e inestables estructuras, que lleva a los poderes públicos a tomar decisiones tan contradictorias como sorprendentes. Por un lado, estamos asistiendo, desde hace semanas, al notable despliegue mediático en torno a la figura del controvertido artista chino Ai Weiwei y su exposición La poética de la libertad, que en estos momentos ya está en trance de montaje en la catedral de Cuenca, envuelta de antemano por los oropeles de la fama y las previsiones optimistas de que con ella va a llegar el maná a la ciudad, en forma de docenas de miles de visitantes, que llenarán hoteles, restaurantes y cafeterías, además de consumir de manera compulsiva desde chupachups hasta productos de artesanía, dejando incontables euros o dólares en las cajas registradoras de los comercios conquenses. Para lograr tal cosa se está haciendo una inversión de 1.5 millones de euros, cifra astronómica que bien merece el resultado apetecido y nada será más satisfactorio que poder comprobar, dentro de unos meses, que el cuento de la lechera, en este caso, se ha podido cumplir y, en efecto, Cuenca entra en el mundo de la fama gracias a esta exposición singular.
Mientras este despliegue se desarrolla, hay en la capital y en muchos pueblos de la provincia una institución benemérita, secularmente maltratada, las bibliotecas públicas municipales, que desde hace varios años vienen mendigando la concesión de unas mínimas cantidades para poder seguir abiertas, renovar el fondo de libros que ofrecen en sus anaqueles, promover actividades de lectura y participación para niños y mayores. Para la mayoría de ellas, lo único que pueden hacer es abrir las puertas y dejar que los lectores entren, sin ningún otro aliciente. El gobierno de la señora Cospedal las castigó sin piedad, pero el del señor García Page no ha introducido ninguna mejoría, ni tampoco los Ayuntamientos responsables tienen especial interés en modificar la situación. Para este sector de la Cultura y la vida local la respuesta es siempre inmutable: estamos en crisis, no hay dinero. Inasequibles a este desamparo, los bibliotecarios, jóvenes en su mayoría, mantienen vivo un espíritu de emocionante voluntarismo con el que intentan sobreponerse a unas circunstancias tan incómodas como las de quienes, en tiempos pretéritos, se lanzaron a los campos y los pueblos animados del propósito de llevar cultura y entretenimiento.
La exposición de Ai Weiwei, salga como salga, cumplirá su ciclo y abandonará Cuenca en unos meses. Aquí quedarán, un día tras otro, las bibliotecas públicas, el único recurso cultural estable en muchos de nuestros pueblos. Para aquella hay un millón y medio de euros, para estas ni un céntimo. La crisis, los problemas y los presupuestos tienen una peculiar forma de distribuirse. Las comparaciones son odiosas. O a lo mejor no.