El día que empezó todo
Podría escribir: “Ese día, yo estaba allí”, pero no sería cierto. El director del periódico, Ángel Ríos, usando de su capacidad para tomar decisiones, optó por ser él mismo quien acudiera a la ceremonia, dejándome a mí, habitual reportero de calle, el ingrato papel de pelear con el teletipo de Efe. De esa forma, me perdí estar presente en un momento singular para la vida y la historia de esta ciudad, solo que, como suele ocurrir en tales ocasiones, posiblemente nadie, ni los optimistas impulsores de la idea ni los escépticos observadores situados en el entorno, pudieron predecir (ni imaginar siquiera) lo que aquella sencilla inauguración significaría para Cuenca y, también, para la historia del Arte en este país.
No estaba allí ese día 30 de junio de 1966, pero sí subí en seguida, atraído por un proyecto que me parecía extraordinariamente sugestivo y, además, originalísimo en una ciudad caracterizada hasta esos momentos por su carácter conservador a ultranza, poco amiga de osadías y atrevimientos. Casi recuerdo todavía, con emoción, las vivencias de aquel primer recorrido por las salas de las Casas Colgadas restauradas, cuyas blancas paredes contrastaban con el colorido escandaloso de algunos de los cuadros situados en ellas. Y sorprendía, sobre todo, aquella espectacular vinculación entre la estructura arquitectónica de un edificio vinculado con el gótico y el renacimiento sobre el que había caído, como de sopetón, el arte más atrevido de nuestro tiempo, la vanguardia, el informalismo, la abstracción.
Recuerdo cómo los conquenses de entonces, muchos desde luego, emprendieron la romería para ir a comprobar, con sus propios ojos, qué era aquello que habían traído, desde recónditos estudios y galerías, un grupo de artistas que no pintaban paisajes, ni bodegones, ni retratos, ni santos, ni escenas palaciegas, sino que utilizaban la imaginación y la alegría para distorsionar las líneas y los planos, jugando a dar forma a nuevos espacios por los que caminaba libremente la imaginación. Y recuerdo, lo debo decir aquí y ahora, si es que alguien no lo ha dicho ya, que la ciudad, sus gentes, reaccionó con extraordinario respeto, con admirado regocijo hacia aquel regalo para la vista y las emociones. Nadie se burló, nadie hizo chistes (luego se los oí a un ministro, ingeniosillo él, siempre sonriente), nadie clamó al cielo ni consideró que el sacrosanto espíritu conquense hubiera sido violado por semejante instalación.
Al día siguiente, 1 de julio, abrió sus puertas al público el Museo de Arte Abstracto, ocupando una de las Casas Colgadas, propiedad del Ayuntamiento, que la cedió con este fin por un alquiler simbólico. Empezaba una de las más apasionantes empresas culturales jamás desarrolladas en Cuenca, a la vez que nacía a la vida uno de los emblemas de la ciudad, cuyas estructuras sociales, no solo conservadoras sino en buena parte arcaicas, sufrieron un revulsivo de consecuencias entonces impensables. Cincuenta años cumple la criatura. Y aún ahora, al cabo del tiempo, me emociono contemplando esa imagen, en la que están los impulsores del proyecto, los ilusos capaces de imaginar una Cuenca diferente. Fernando Zóbel está en primera fila, de pie. Tímido, sonriente, mirando de frente a la cámara, pensando, divertido, en qué tipo de travesura nos había embarcado. Cincuenta años después le recuerdo con un inmenso afecto, con respetuosa admiración. Nos hizo un regalo inconmensurable y creo que, al menos por una vez, esta ciudad lo disfruta agradecida.