Cuando hubo baños y balneario en Valdeganga
Días atrás se nos ha informado de un bonito proyecto para recuperar el balneario de Yémeda, alimentado con aguas del Guadazaón, lo que llevaría consigo la restauración del hace ya tiempo depauperado edificio que acogía esa instalación. No me siento con fuerzas ni imaginación suficiente como para predecir el futuro que espera a tal iniciativa, pero la teoría que la promueve tiene un fundamento cierto, porque desde hace años, asistimos a una auténtica explosión y fomento del mundo de los balnearios, las aguas termales y los sanatorios vinculados con ellas.
No fue el único. Estuvo el de La Isabela, sancionado con el favor de la familia real borbónica, que allí acudía a pasar temporadas de relax y fue sepultado por el pantano de Buendía. Estuvo el de Alcantud, también reabierto hace unos años y ahora, por lo que se, vuelto a cerrar. Permanece en pie y activo el más famoso de todos, el del Real Sitio del Solán de Cabras. Y se arruina día a día, antes los ojos de todos quienes pasan ante él, el de Valdeganga.
Dos manantiales, distantes entre sí unos 200 metros, en las proximidades del río Júcar, forman el ámbito natural de estos baños. Cuentan las crónicas que el agua mana a una temperatura de entre 23 y 25 grados, tiene ligero sabor agrio, con predominio de magnesio y se desprenden burbujas de ácido carbónico que salen a la superficie. Eran aguas muy recomendables para los problemas del reuma o artrosis, erupciones cutáneas y cuestiones relacionadas con la intimidad femenina.
La declaración oficial de reconocimiento de los Baños de Valdeganga se produjo por Real Orden de 28 de mayo de 1867, con la firma de la reina Isabel II; en la disposición oficial se establecía también el nombramiento de un médico director que estaría al frente del establecimiento durante la temporada fijada para los baños, entre el 15 de junio y el 15 de septiembre. Hasta mediados los años 50 del siglo XX, el Balneario de Valdeganga era uno de los destinos preferidos de la clase alta, de los que podían permitirse el disfrute de sus aguas termales y de los cuidados para la salud y para la mente. Sus aguas y los servicios que allí se dispensaban eran reconocidos en todo el país, pero poco a poco se fue abandonando y deteriorando. Sobre unas antiguas termas romanas, el edificio había sido construido en 1920 y tenía tres plantas, aunque la zona ya registraba actividad turística en el año 1876 y muchos eran los turistas que se detenían a relajarse y a descansar. Situado a 28 kilómetros de la capital, en un hermoso valle con innumerables árboles de toda clase y junto al margen izquierdo del río Júcar, en la carretera con dirección a Alcázar de San Juan, las instalaciones del balneario ofrecían “respirar aires cargados de sabina, romero, silva, tomillo, enebro con ricos aromas de encinares y jazmines deliciosos”, como se exponía en un folleto donde se resaltaba el excelente clima y disponía incluso de una magnífica piscina de agua natural a 24 grados y hasta un salón de baile para que los hospedados tuvieran sus periodos de diversión y esparcimiento.
Las instalaciones funcionaron como balneario hasta 1968, fecha en la que se abandonó y poco a poco fue cayendo en el olvido. A principios de este siglo XXI, los pueblos de alrededor intentaron promover un movimiento de revitalización del paraje y de los baños, convencidos de que así podría llegar algo de actividad económica a sus depauperados lugares, recurriendo para ello al turismo, esa por ahora inagotable fuente de riqueza a la que pueden agarrarse tantos pueblos olvidados por otros tipo de riqueza; el propietario actual del lugar participó también de esa inquietud y promovió un proyecto de restauración, que contemplaba una inversión cercana a los 12 millones de euros, pero la falta de inversiones privadas y públicas desechó cualquier posibilidad de volver a abrir el afamado balneario.
Actualmente el edificio está prácticamente arruinado sin que hayan podido prosperar los diversos anuncios hechos en varias ocasiones con la intención de recuperar los baños y la instalación hostelera. Por ahora, el único consuelo es ver una y otra vez las bellas imágenes de Peppermint frappé para, gracias a la cámara de Carlos Saura, volver a recordar cómo era aquel lugar antes de que el abandono y la ruina se apoderaran de él.