Regreso a Cuenca después de una pequeña temporada por esos mundos (próximos, todo hay que decirlo) y entre las cosas que reencuentro figura una que no ha sufrido ningún cambio: en algunos comercios y bares luce un letrerito que dice, más o menos, “No se aceptan tarjetas de crédito”, con una variante en algunos de ellos: “Pagos con tarjeta, mínimo 10 euros”. Esto se dice en una ciudad que quiere ser turística. Imagino la sorpresa que se llevarán muchos de nuestros visitantes al leer tales mensajes, totalmente desconocidos en los sitios en que he estado durante las últimas semanas.

            La tarjeta de crédito llegó a España en el año 1972 y su uso parecía destinado entonces sólo a los ejecutivos de postín o a quienes viajaban a países exóticos. Vaya, que era poco menos que una señal de lujo y ostentación, de la que se hacía gala cuando, en la ocasión propicia, el interesado tiraba de cartera y sacaba la lustrosa tarjeta de crédito, signo de poderío económico.

            De entonces acá han pasado 50 años y la situación es totalmente diferente. En esos sitios en que he estado este verano se paga con tarjeta un sencillo café o la compra del periódico. Con total normalidad. Por eso la contradicción o extrañeza al volver a Cuenca y comprobar que aquí, también en eso, estamos en situaciones prehistóricas.

             No solo en el resto del mundo conocido se admiten tarjetas de crédito incluso para pagos insignificantes sino que va siendo el sistema de pago universalmente recomendado.

            Que en Cuenca siga habiendo cortapisas o limitaciones para el uso cotidiano de cualquier clase de tarjeta es una anomalía. Alguien, con autoridad en la materia, debería explicar a los comerciantes conquenses que sería conveniente entrar en la modernidad y aceptar que ese mecanismo de pago no es nada excepcional sino total y absolutamente normal.

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