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Antonio Lázaro

Barcelona, 2016. Suma de Letras, 341 pp.

No es muy prolífico Antonio Lázaro (Cuenca, 1956) en dar a la imprenta una obra tras otra, como sucede en algunos casos y eso seguramente le ayuda a estar elaborando un sendero literario reconocible por la solidez de las sucesivas propuestas, en las que va mostrando una seguridad creciente apoyada en una adecuada y eficaz utilización de los recursos literarios. Están ya muy lejanos aquellos tiempos primerizos en que, al amparo de Carlos de la Rica, puso en los anaqueles la cuarta parte que le correspondía del pequeño (y sorprendente) librito que fue Cuatro poetas, todos ellos jóvenes y con divergentes caminos posteriores.

            Licenciado en Filosofía y Letras (quizá ya haya obtenido el birrete de doctor), sin abandonar nunca la práctica poética, vicio juvenil del que seguramente es imposible desprenderse, en los últimos años se viene dedicando con preferencia a la narrativa, primero a través de la forma cuentista y ahora ya de manera abierta con ese género mayor que es la novela, cuya elaboración requiere cuidado, sistema y organización, cosas todas ausentes de quienes creen que es suficiente con la inspiración divina. Antonio Lázaro tiene, sin duda, inspiración e imaginación, pero también un método de trabajo coherente, puesto de relieve en sus últimas obras (El club Lovecraft, Memorias de un hombre de palo, La cruz de los ángeles), en las que ya apuntaba excelentes maneras para transitar por esos mundos ficticios donde habitan el misterio, entre esotérico y de serie noir, territorio del que ahora, sin abandonarlo por completo, se sale para entrar en unas vertientes más realistas, vinculadas a nuestro tiempo. Porque, a pesar de su aparente distancia temporal, lo sucedido en este país tras la guerra civil no consigue alejarse del todo para entrar en el ámbito de lo histórico; son muchas las circunstancias que siguen estando presentes aquí, ahora mismo, condicionando a los seres humanos, sean los de la verdad de cada o los de la ficción.

            Antonio Lázaro ambienta su relato, Los años dorados, en la época de la transición (a quienes la vivieron en directo les dedica la novela) y en ella sitúa la acción de manera que aquel periodo, tan apasionante y ahora discutido por políticos de reciente hornada que ni lo conocieron ni lo comprenden, se convierte en el gran telón de fondo que impregna el relato, sin necesidad de ir explicitando momentos concretos, los que viven los personajes, arrastrados por las circunstancias, viviendo sus instantes de amor, miedo o preocupación, mientras fuera de ellos, pero envolviéndolos, siguen pasando cosas, en el narcotráfico, en el terrorismo, en la política. Pero son esos personajes los que importan y dan sentido al relato, entremezclando sus pequeñas pasiones de cada momento que se van sucediendo como en un sueño inesperado del que nunca parece posible salir. Entre ellos camina Mateo Quesada, animado siempre por un repertorio de ilusiones que quizá nunca lleguen a concretarse, mientras del pasado reaparece Charo, para poner delante de sus ojos otra realidad, la de un tiempo que parecía ido pero, sin embargo, sigue estando aquí mismo.

            Tiene Antonio Lázaro habilidad narrativa, maneja bien los tempos y enhebra con eficacia los espacios discursivos con los diálogos para acertar a desarrollar un argumento dotado de la suficiente carga de misterio para lograr mantener una atención creciente. Y que es, en definitiva, como un gran flashbacks cinematográfico, en esa astuta comunicación entre el párrafo que abre la novela y el que la cierra. Fórmula muy expresiva para envolver la trama de un relato capaz de mantener la atención y la tensión del lector.

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