Cuesta mucho trabajo poner fin a una obra. Es como si los trabajadores, después de meses (quizá años) de estar en ella se sintieran tan a gusto, como en casa o en familia, que no quisieran marcharse nunca, entreteniéndose un día tras otro con una puntada aquí, una paletada allá, un enchufe que falta, un repaso que viene bien y así van pasando las jornadas sin que llegue el momento definitivo de poner el punto final despedirse. Que llegará, por supuesto, como es natural. Pero mientras el personal, los observadores, nos impacientamos, una sensación que ha estado como aletargada en los famosos cien días de parón vírico que hemos sufrido pero que retorna con la vuelta a la dichosa normalidad.

            Es el caso de las restaurada Casas Colgadas, aparentemente terminadas por fuera (salvo la infame colección de cables que cuelgan por sus fachadas) pero que no conseguimos recuperar por completo, mientras el Ayuntamiento sigue deshojando la margarita de a quien se va a adjudicar el servicio del restaurante, asunto clase en una ciudad que tiene en este local su más significativo emblema (lo que nos lleva, una y otra vez, a maravillarnos de cómo fue posible, cómo pudo ocurrir, que ese símbolo excepcional pudiera quedar cancelado, cerrado, en uno de los mayores disparates que se han cometido nunca por aquí).

            Lamentos del pasado aparte, ahora que ya se ha corregido el estropicio cromático con que fueron embadurnadas, las Cosas Colgadas deberían volver, de una vez y cuanto antes, al paisaje urbano en el que aportan una imagen excepcional, a la que falta todavía la recuperación interior del sector que corresponde a la gastronomía. Menos mal que el otro, el museístico, sí que se encuentra disponible.

 

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