El artista solitario de Uña
Hay personas, con méritos o sin ellos, que tienen una extraordinaria facilidad para estar siempre en candelero y otras, estas sí con una biografía sólida, bien asentada, cuya vida transcurre en un ambiente de absoluta discreción, sin que su nombre o su imagen aparezcan jamás en los medios informativos, hasta el punto de que alguien podría llegar a dudar incluso de su existencia real. A lo largo de mi vida periodística he encontrado muy significativos ejemplos de una cosa y otra y no se qué me maravilla más, si la enorme habilidad de los primeros para encontrar de manera constante el sistema eficaz para que sus nombres aparezcan una y otra vez, por el motivo más fútil, además de ser reclamos constantes para todo tipo de eventos sociales o el discreto retiro en que se mueven los segundos, ajenos a las vanidades de este mundo controlado por la publicidad, las imágenes y los gabinetes de comunicación, de manera que quien no participa de esos mecanismos, sencillamente, deja de existir. Nos olvidamos de él.
Viene esta meditación a cuento de unas recientes referencias hechas en voz alta, en un acto público, al pintor Luis Roibal, que desde hace años vive un silencioso aparte en el pueblo de Uña. Nacido en Cuenca en 1930, la vida del artista ha pasado por incontables etapas, desde que se inició como aficionado en su ciudad natal a la vez que dibujante en el viejo Ofensiva, hasta recorrer las galerías de exposiciones de medio mundo, incluyendo una larga estancia en Estados Unidos, donde su obra se encuentra entre las mejor valoradas (artística y económicamente) entre los pintores españoles contemporáneos. Un episodio singular en la vida del artista fue su activa participación en la recuperación de buena parte del patrimonio nacional, tras los desastres de la guerra y ahí aportó su conocimiento de la materia para contribuir de manera muy eficaz a dar forma a las calles y plazas del casco antiguo de Cuenca, entonces un entramado cochambroso entre la ruina y la escombrera, buscando y trayendo rejas, escudos y portalones que sirvieron para sustituir a los que habían desaparecido.
A Luis Roibal dediqué un comentario hace apenas un par de años, a cuenta de sus pinturas para la iglesia de San Felipe, probablemente el último trabajo realizado por el artista en Cuenca. Y al que podría (debería) añadirse uno más, justamente el que dio origen a las menciones que sobre él se hicieron días atrás. Hace ya muchos años, en su época creativa más dinámica, por encargo del Ayuntamiento pintó un cuadro con la efigie de Julián Romero, el general de los tercios de Flandes de cuyo nacimiento se cumple ahora el quinto centenario. La obra, que debería estar expuesta dignamente en un lugar bien visible del edificio municipal y permanece escondida en los almacenes del Museo de Cuenca, se encuentra en un avanzado estado de deterioro del que sería conveniente saliera mediante la oportuna restauración y acondicionamiento, cosa que por ahora solo puede hacer el propio Roibal. No estaría mal que en el seno del consistorio, tan preocupado por cuestiones trascendentales como el tráfico, la limpieza o el toro de cuerda, se hiciera un hueco, pequeñito, para atender cuestiones que muchos consideran insignificantes, como prestar atención a una obra de arte, recuperarla de donde quiera que esté, restaurarla y exponerla en forma debida para que todos podamos volver a contemplarla. Y de paso recuperaremos su figura, desde hace años voluntariamente retirado a ese pequeño paraíso natural que es el pueblo de Uña, donde ejerce con sobriedad su papel de artista solitario, alejado de las perversas vanidades de este mundo artificioso y vocinglero.