A mal tiempo buena cara. En cómo aplicar el viejo dicho popular a la actual situación deben estar pensando quienes se dedican, por oficio, a crear situaciones dirigidas a entretener el ocio de los seres humanos. Y lo deben estar haciendo, si son inteligentes -y en ese gremio abundan- buscando las fórmulas más convenientes para encontrar el modo de satisfacer lo que la gente espera de ellos. Dentro de unos días o pocas semanas volverán a abrir sus puertas cines y teatros, esos recintos maravillosos donde se crean espacios de ficción que nos transportan a otros mundos, a situaciones inalcanzables para los seres comunes, a territorios donde la fantasía y la imaginación campan libremente. Quienes se dedican a escribir y dar forma a esos argumentos saben ya, de sobra, que los supervivientes de la pandemia no quieren oír hablar de angustias, calamidades, obsesiones psíquicas, conflictos sociales, crímenes pasionales, horrores o terrores, todo eso que se ha ido acumulando en los últimos años. Las expectativas son otras muy diferentes y lo dicen en comentarios verbales o en mensajes que corren ansiosos por las redes.
       Se reproduce así algo que ya sucedió cuando la Segunda Guerra Mundial dio paso a la más brillante producción de comedias que es posible imaginar. Mientras en los campos de batalla y en las retaguardias se vivían situaciones angustiosas, Hollywood puso en marcha su formidable maquinaria para generar docenas de títulos que tenían como misión esencial entretener a la gente y hacerla olvidar por un rato las calamidades de la vida, dando origen a películas memorables que se inscriben en la lista de las mejores de la historia.
       El paradigma son dos títulos gloriosos, El gran dictador (Charles Chaplin, 1940) y To be or not to be (Ernest Lubitsch, 1942) que todavía en plena guerra ridiculizan la figura de Hitler y ponen en solfa las doctrinas nazis, ayudando así a elevar la moral de los ciudadanos. De ahí arranca un repertorio inmenso en el que brillan genialmente títulos como Navidades en julio, Luna nueva, Historias de Filadelfia, Los viajes de Sullivan, Ella y su secretario, El diablo dijo no, Arsénico por compasión, La costilla de Adán, El padre de la novia, Vacaciones en Roma, Cómo casarse con un millonario,  Un Cadillac de oro macizo, Con faldas y a lo loco, Desayuno con diamantes, Uno, dos, tres, que es un ejemplo excelente para poner término al repertorio (en el que hay inscritos docenas de títulos), porque si Chaplin y Lubitsch habían empezado burlándose del führer nazi, Wilder lo hace ridiculizando la guerra fría que comenzaban a entablar yanquis y rusos a poco de haber concluido la otra guerra, la caliente, la de verdad.
        Títulos a los que se pueden unir los musicales que también en esta época alcanzan su momento de esplendor, empezando con El mago de Oz, un ejemplo de escapismo hacia otros mundos, huyendo de la tormenta que hay en éste, y al que siguen Serenata argentina, Bailando nace el amor, Siguiendo mi camino, Levando anclas, El pirata, Un día en Nueva York, Cantando bajo la lluvia, Melodías de Broadway 1955, Los caballeros las prefieren rubias, Siete novias para siete hermanos. Cuando aparecen títulos como West Side Story, de profundo sentimiento dramático, empieza otra época para los musicales, como señal evidente de que el cine ya se ha olvidado de la necesidad de entretener sin añadir problemas a los cotidianos. La guerra y sus secuelas se ha alejado y toca volver a los duros temas de la realidad. Ahora, como antes, eso será después, más tarde, dentro de mucho tiempo. Ahora es el tiempo de la comedia. Con toda seguridad, Hollywood ya las está preparando a toda prisa. No estoy seguro de que en España también los autores se hayan dado cuenta de lo que espera el público que sale de la pandemia, no totalmente indemne, sino muy tocado en sus sentimientos.

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