Entre los muchos desconciertos que sobre nuestras vidas ha traído la dichosa epidemia uno muy notable es el de haberse convertido en tema único de conversación e información. No estoy muy seguro, pero me atrevería a decir que en ningún otro tiempo se ha producido un hecho parecido, en el que los seres humanos en su conjunto hayan sido abducidos de tal manera por una situación, hasta el punto de olvidar todo lo demás. Basta con hacer un mínimo ejercicio: la lectura de un periódico diario, o de los mensajes digitales que vuelan por las redes como pollos si cabeza, o la escucha de cualquier emisora de radio o de informativo televisivo. Prácticamente, no se cuela nada que no tenga que ver con la epidemia. Si llega alguna noticia de Bruselas, o si el disparatado señor Trump ha dicho una nueva barbaridad, o si los futbolistas están entrenando, todo tiene que ver o está relacionado con la enfermedad y sus consecuencias. La pregunta es elemental: ¿no pasa nada más en el mundo? Y de ese mundo, entre otras cosas, han desaparecido por completo los problemas de África, los atentados islamistas, el incendio de Australia, la guerra de Siria, el calentamiento global, las consecuencias del Brexit, todo lo que nos ocupaba y preocupaba hace apenas un par de meses se ha volatilizado como si nunca hubiera existido, aún sabiendo, como sabemos, que esas cuestiones están ahí, no se han evaporado y en cuanto pase esta calamidad volverán a estar en primer plano. Item más: ¿alguien se acuerda de que hasta que se declaró el estado de alarma existía una cosa llamada “el procès”, que ocupaba páginas y páginas en los periódicos, horas y horas en los informativos? ¿Cómo es que se ha evaporado, perdido, aquel sujeto patibulario llamado Carles Puigdemont al que algunos países de Europa le daban tratamiento de jefe de estado? ¿Seguirá viviendo del cuento a costa del erario público?
Como es natural, ese mismo principio general es aplicable a la diminuta óptica de nuestro universo particular, el que tenemos más cerca y nos afecta. También aquí se han dejado notar los efectos catárticos de la pandemia, en forma de una especie de atontamiento general del que no parece haberse librado nadie y del que, por fortuna, parece que algunos sitios están considerando la conveniencia de salir para volver a reactivar la vida normal (sin que todavía sepamos muy bien qué significa eso). Ahí incluyo al Ayuntamiento de la capital, que de modo muy llamativo decidió no hacer nada, ni siquiera los presupuestos para este año del que ya ha pasado casi la mitad del tiempo, apresurándose a decretar la cancelación de todo lo imaginable, hasta las fiestas veraniegas y otoñales, sin conceder ni siquiera un mínimo margen a la posibilidad de que de aquí a entonces el panorama haya cambiado radicalmente y sea posible hacer lo que ahora parece, al menos, difícil, pero no imposible.
Lentamente se va introduciendo en nuestros ánimos la idea de que esto tiene que cambiar algún día, quizá incluso más próximo de lo que parece. Sin que yo sea especialmente optimista, si parece posible que científicamente, médicamente, se pueda controlar la situación hasta llevarla a niveles tolerables y, por otro lado, se agotan los forzados mecanismos para seguir prolongando el estado de alarma. Por tanto, más o menos a la vuelta de la esquina, nos está esperando la nueva normalidad en la que, pese a todo, nos iremos olvidando del desastre general en que nos hemos visto inmersos, sin esperarlo ni presentirlo para volver a recobrar el ritmo habitual que teníamos hace tan poco tiempo que parece mentira nos parezca tan alejado. Y entonces, entre otras cosas, volveremos a saber por dónde van las andanzas criminales del estado islámico, qué ha pasado con el destructor incendio de Australia, de qué manera acumulan problemas los desgraciados países de África, e incluso volveremos a poner los ojos en el desconcertado Ayuntamiento de la capital, con la esperanza de que reaparezca y vuelva a ser, como era, el centro de todas las miradas. Y de las críticas.