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De Cuenca a Cuenca, el nuncio Carrascosa
La tarde, otoñal ya, aparece tibia, con los primeros frescores del tiempo que está llegando, lo que no impide que, todavía, algunos temerarios ocupen las terrazas (las que aún quedan) de la Plaza Mayor, sumergiéndose en la luz del ocaso, quizá el momento más sugestivo del día para este maltratado rincón de la ciudad. El paseante, yo, se entretiene moroso en cualquier rincón del escenario bien conocido pero siempre nuevo, con un detalle insólito que descubrir.
       A los pies de la catedral, una figura episcopal, de llamativo solideo púrpura y fajín no menos vistoso, del mismo color, charla con algunas personas. Antonio Pérez, que pasa por allí, me pregunta si nos han cambiado al obispo y este es el nuevo. No, le digo, este es otro obispo, al que bien podríamos llamar, jugando con los conceptos y las palabras, el otro obispo de Cuenca o el obispo de la otra Cuenca.
         Andrés Carrascosa (Cuenca, 1955) cambió pronto la orientación pastoral inicialmente propia de un sacerdote para entrar en ese territorio alambicado, misterioso, adornado de míticas repercusiones, que es la diplomacia vaticana, para la que se preparó de manera conveniente en un largo proceso de estudios, licenciaturas y doctorados, de manera que solo tenía 30 años cuando ya estaba por tierras africanas, cubriendo un amplio territorio que abarcaba Liberia, Sierra Leona, Guinea Conakry y Gambia. La siguiente etapa le devolvió a Europa, primero en la nunciatura escandinava y luego en la propia sede vaticana, en la Secretaría de Estado, que le envió a tomar parte en la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, experiencia que le proporcionó materia para escribir un libro editado en Cuenca en 1990. Después de eso, vuelta a las nunciaturas, dando el salto a América. Primero Brasil, luego Canadá, a continuación Panamá y desde el año pasado, Ecuador.
.      Ahí, en ese remoto y pequeño país, que genera hacia España docenas de miles de emigrantes en busca del remedio laboral y económico que les ayude a sobrevivir, se encuentra un lugar llamado Cuenca, fundado con ese nombre por el virrey Hurtado de Mendoza el lunes santo de 1557. Alo largo de los años ha habido numerosas ocasiones para comprobar la devoción y entusiasmo que los cuencanos de allá sienten hacia la Cuenca de acá, que devuelve ese cariño con el más frío desapego. Llega la cosa a tanto que incluso el nombre inicial de la actual avenida de San Ignacio de Loyola, dedicado al río Tomebanba, fue suprimido por las buenas y aún hoy, nada se puede encontrar aquí, ningún símbolo visible o alegórico, de aquella ciudad americana, presuntamente hermanada con la nuestra, aunque eso tampoco debe extrañar mucho: aquí hay un absoluto abandono en cuestiones de hermanamientos, más grave y llamativo en el caso que estoy comentando. Si el seno del Ayuntamiento hubiera alguna vocación por ejercer esas tareas, se establecería como obligatorio que cada alcalde viajara, al menos una vez durante su mandato, para visitar la Cuenca del Ecuador.
       Como eso no se hace, ni creo se vaya a hacer nunca, se podría aprovechar este singular momento para que el nuncio Carrascosa (que, por cierto, ya ha visitado y conoce bien la Cuenca andina), ejerza de alguna manera de hilo comunicador para enlazar, por encima de mares, montañas y llanuras, estas dos ciudades similares en el nombre y tan alejadas como desconocidas entre sí. Aunque lo que realmente sería bueno, bonito y quizá incluso barato, es que en seno de la Cuenca española tomara forma algún tipo de presencial real de la Cuenca americana.

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