La sencilla alegría festiva de un pueblo pequeño
Es cosa sabida, por repetida todos los años, que el 15 de agosto es el día más festivo de todo el calendario español, tal es la cantidad de pueblos que celebran sus fiestas patronales, unos de manera efectiva, amparados en la dedicación virginal de esa fecha y otros, también ya muy numerosos, que la utilizan como pretexto, trasladando a ella unos festejos que, de acuerdo con la tradición, deberían tener lugar en septiembre u octubre, de clima más inhóspito para acoger rituales que tienen su razón de ser en la calle y bajo el buen tiempo, además de ser incómodos para los hijos del lugar que residen en puntos muy alejados. En agosto se solucionan todos los problemas: el clima acompaña, las vacaciones ayudan a los desplazamientos, los pueblos adormilados conocen la viveza del jolgorio callejero y, sobre todo, la presencia de niños, esa especie cada vez más extraña en sitios que caminan a paso rápido hacia la despoblación.
Las fiestas, en los pueblos pequeños, tienen un indudable encanto. Nada que ver con los ditirambos y despilfarros que lucen en otros sitios, empeñados en parecerse lo más posible a los grandes eventos reservados para ciudades de postín y posibles. Aquí no hay recintos feriales, con sus tiovivos y norias; no hay tómbolas cuyos altavoces se desgañitan ofreciendo el oro y el moro a cambio de unas monedas; ningún grupo musical vendrá a animar la inexistente verbena nocturna y el suministro de cerveza y refrescos corre a cuenta de la iniciativa de cada cual. La procesión con el santo o la virgen y la misa de asistencia masiva (tan distinta de la mínima presencia de feligreses durante los duros meses del invierno) forman el centro vital de la fiesta y como es el momento adecuado del lucimiento colectivo, las mujeres del lugar, las residentes y las venidas de fuera, salen a la calle dispuestas a transformar el sencillo recorrido urbano en un desfile de modas, en el que no falten atrevidas vestiduras que el cura acepta sin rechistar. Lejos están los tiempos en que medían con mirada aviesa que la falda estuviera bien puesta debajo de la rodilla, los escotes modosamente cerrados para no dejar ver ni un centímetro de carne más de lo imprescindible, los brazos bien cubiertos hasta el codo, nada que pudiera provocar la lascivia masculina. Los curas, ahora, callan y otorgan. Con tal de que la gente vaya a misa, cualquier cosa vale.
El pueblo que me sirve de observatorio ya ni siquiera lo es: hace años lo redujeron a la categoría de aldea y así ahora Navalón forma parte de una entidad municipal mayor, Fuentenava de Jábaga, aquí al lado, a un paso de Cuenca. A pesar del despoblamiento, hay gente, bastante, y en las calles se aprecia una cierta actividad constructora. De la iglesia, puntualmente, salen las imágenes, porque aquí son dos: el Cristo de la Fe, cuya fecha festiva es en septiembre, y la Virgen de Tejeda, advocación insólita, porque es el único pueblo de la provincia en que se celebra tal título, fuera de su ámbito propio, en el marquesado de Moya. Los hombres, de cuatro en cuatro, llevan las andas del Cristo; las mujeres, también cuatro, las de la Virgen y así, amistosamente emparejados, ellos delante, ellas detrás, recorren todo el pueblo en media hora, que no hay más metros para caminar y vuelven al templo, entre apagados vítores y el ritmo solemne del himno nacional que alguno, estoy seguro, quisiera corear a viva voz, no se si recordando a Pemán o a Marta Sánchez.
La mañana se va caldeando con el paso de las horas. Y el pueblo, sin aspavientos, disfruta de lo que trae este día de fiesta.