En un lugar de la Mancha
Cualquier tiempo es bueno para viajar, ir a sitios, conocerlos (si hasta ese momento permanecen ignotos) o volver a visitarlos, si dejaron en nosotros, en ocasiones anteriores, un regusto incompleto, un deseo de seguir profundizando en sus circunstancias ambientales. Cualquier tiempo es bueno, empiezo diciendo, pero parece que el verano ayuda a mejorar las circunstancias viajeras, anima a romper la rutina secular de cada jornada y a buscar otros horizontes. Si quien me lee en estos momentos se encuentra en la disyuntiva de elegir un lugar hacia donde dirigirse para pasar unas horas o el fin de semana, le daré una pista muy concreta, entre otras muchas: San Clemente.
Desde el punto de vista histórico, este es uno de los lugares fundamentales en la configuración de la provincia de Cuenca, que siempre tuvo tres ejes esenciales: la capital en el centro, Huete hacia el norte, San Clemente hacia el sur, delimitando así los puntos de referencia de las tres comarcas naturales que se suelen mencionar para establecer las variadas características geográficas y paisajísticas de nuestro territorio provincial. Pero además la villa manchega ofrece uno de los más interesantes repertorios monumentales que están al alcance de nuestras miradas y ello a pesar de las casi inevitables intervenciones negativas que durante los dos últimos siglos se han llevado por delante tantos valiosos edificios de interés arquitectónico, cosa que aquí ha sido inteligentemente soslayada, manteniendo un sabio criterio conservacionista que ha evitado la comisión de daños irreparables.
Quizá lo que más llama la atención en San Clemente, desde la primera vez que se visita y luego en cada nueva ocasión de recorrer sus calles y edificios es la serena elegancia, el auténtico señorío que aquí se aprecia, sin necesidad de aspavientos o declaraciones solemnes. Hay en todo el entramado urbano como una sensación extendida de amplia serenidad, un saber que la villa está enclavada en un tiempo indefinido no sujeto a las contingencias del momento ni pendiente de que se produzca un suceso concreto. Aquí se asume la historia, que se remonta a un momento medieval y crece hasta alcanzar el esplendor del Renacimiento, en el que, por una rara y casi mágica confluencia de intereses se da lugar a una arquitectura espléndida, señorial, conventual pero también de lo cotidiano. El punto central, el de obligada referencia para situar el arranque de la visita, viene a ser un ejemplo visual de lo que estas palabras intentan transmitir. La Plaza Mayor debería ser citada siempre como paradigma de lo que significó este concepto de netas raíces castellanas: amplia, elegante, ámbito idóneo para la convivencia cívica, centro y resumen de las esencias del lugar. A un lado, el poderoso perfil, de increíble belleza, que marca el antiguo Ayuntamiento, reconvertido hoy en museo y frente a él, al otro lado de la plaza, el actual edificio consistorial, menos suntuoso y aparente que aquél pero de una nobleza elegante, verdaderamente señorial, como corresponde a la naturaleza del servicio público que ahora acoge y también al que tuvo antes de éste. A partir de aquí, el entramado urbano se desparrama en amplio despliegue de encantamientos y sugerencias, empezando por la inmediata iglesia parroquial que se encuentra al lado o bien pasando por los dos arcos que comunican la plaza con los senderos que se abren para que los pasos humanos sigan disfrutando de una propuesta tan amplia como abierta.
Naturalmente, no es cosa de desgranar aquí una guía turística al uso, ni siquiera de dar más pistas concretas porque no esa la intención de este artículo, sino solamente, como se dice al principio, poner la atención en un punto muy concreto del territorio provincial que debería ser más y mejor conocido de lo que es. Lo merece el papel fundamental desempeñado por San Clemente en el devenir histórico pero también, y sobre todo, por la belleza armoniosa y emocionante de un casco urbano irrepetible.