Mentiras, no; la hora de la verdad

Llega la hora de la verdad, nunca mejor dicho que poco antes de que este domingo vayamos, espero que de manera mayoritaria, a la cita con las urnas. Tengo la impresión, subjetiva, desde luego, de que esta vez hay en el conjunto del país tanto inquieto interés por el resultado electoral que se puede detectar como un sentimiento colectivo de que es conveniente ir a votar, al menos para evitar lamentos posteriores similares a los de aquella multitud de jóvenes andaluces que salió a la calle a protestar al día siguiente de sus propias elecciones, queriendo así ocultar el hecho de que la mayoría de ellos (y otros muchos ciudadanos) prefirió irse de juerga o dormir la siesta en vez de acudir a votar, con lo que facilitaron que ocurriese lo que ya sabemos.
      El país, este país nuestro, lleva viviendo muchos meses de inquietud, de desconcierto, con sobresaltos continuos. Cuando parecía que el final de ETA y la superación de la crisis económica podía traernos un periodo de tranquilidad que nos ayudara a diseñar un futuro sosegado, en su lugar nos hemos encontrado con una angustiosa sucesión de calamidades (la corrupción generalizada, la airada irrupción del independentismo catalán, el desconcierto de los grandes partidos, la moción de censura) que sirven de envoltura para llevarnos hasta lo que puede suceder el día de hoy. Asunto que cada cual resolverá, en conciencia, de la manera que considere más oportuna. Maravilloso juego el de la democracia: cómo conseguir que millones de personas, desconocidas entre sí, lleguen a un acuerdo mayoritario suficiente para decidir quiénes han de gobernar en los próximos cuatro años. O menos, si las cosas se vuelven a torcer.
      Los aspirantes a obtener esa confianza no se han esforzado mucho en explicarnos qué pretenden o qué ideas les anima. Entretenidos en descalificarse entre sí han recurrido a la monótona repetición de consignas dogmáticas o al fácil catálogo de propuestas, en su mayor parte irrealizables o carentes del necesario apoyo lógico. Quien quiera, se les puede creer. Los demás, están en su derecho a ser escépticos.
      Durante los últimos tiempos (meses, años quizá) y sobre todo en la campaña que ahora termina, quizá la frase más repetida es la de “no mienta”, “eso es mentira” o alguna de sus variantes. Todos los candidatos, quizá sin excepciones, acusan de manera constante al contrario de mentir en lo que ha dicho. Personalmente tengo mis propios criterios sobre la abundancia y calidad de las mentiras distribuidas e incluso sobre cómo mienten los que acusan al contrario de estar mintiendo. Esto me ha parecido una novedad que, en este caso, se ha prodigado con notable abundancia, supongo que para reafirmación de los fieles adictos y consecuente cabreo de los discrepantes. El problema, al final, es el de siempre, el que importa: saber si los ciudadanos de a pie, los que no estamos en el circo de la política activa, tenemos suficiente capacidad de discernimiento para calibrar de manera más o menos precisa qué es verdad y qué  mentira. O, dicho de otro modo, si disponemos de la necesaria información, seria y equilibrada, para conseguir formar un criterio razonable. En nuestra ayuda venían, antiguamente, articulistas concienzudos capaces de formar opinión. Esa ayuda ha desaparecido y en su lugar asistimos, algunos con verdadero desconcierto, a una maraña de desahogos personales en los que se deslizan las neuras partidistas del firmante sin ninguna preocupación por intentar exponer criterios en los que prime la razón.
      Todo esto y más cosas que podrían decirse, ya no importan. Llega la hora de la verdad y eso sí que es incuestionable. Aunque los perdedores no se la querrán creer.

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