El sueño incumplido de Antonio Saura

            Forma parte del sistema comunicativo asentado entre los seres humanos la expresión: “Si Fulano levantara la cabeza y viera lo que han hecho…” Es una hipótesis imposible, desde luego, porque nadie, salvo en los cuentos de terror, vuelve de la tumba para enfrentarse a la realidad de un tiempo completamente diferente; quizá puede ser un juego imaginativo más sugerente intentar adivinar si ese Fulano de la expresión pudo, en algún momento de su vida, sobre todo en la cercanía al instante del tránsito mortal, imaginar, predecir, lo que sería de ese proyecto personal tan largamente acariciado. Puede ser que soñara con la perdurabilidad infinita de su sueño pero es posible, también, que en un instante de lucidez adivinara que, sin él, el proyecto estaría destinado a desaparecer y perderse sin solución viable.
            Subíamos, mi mujer y yo, por la calle de San Pedro, cuando un coche se paró a nuestro lado; el viajero que iba a la derecha bajó la ventanilla y por ella asomó la cara de Antonio Saura. “José Luis, tenemos que hablar”, me dijo. Contesté de inmediato: “Te llamo y quedamos”. Esas fueron las últimas palabras que pudimos intercambiar. A continuación, el artista más tiempo vinculado a Cuenca, el auténtico precursor en el descubrimiento de esta ciudad, se murió y yo me quedé sin saber qué cosa quería decirme. Fue un día de julio, en esta misma semana, el 22 y desde entonces, tantos años ya, aquella mínima conversación que dejó pendiente para nunca esa cosa que el pintor quería decirme me viene con frecuencia a la mente, provocando el deseo de adivinar y especular qué podía ser aquel asunto que Saura quería compartir conmigo. A lo largo del tiempo habíamos mantenido muchas conversaciones personales y varias entrevistas formales, incluyendo una que nunca llegó a ser editada pero a todas supera el interés por esa conversación nunca realizada y cuyo contenido yo he imaginado docenas de veces, inventando hipótesis seguramente incorrectas.
            ¿Quería confiarme, como ya había hecho antes, algún nuevo contenido para su proyecto de Fundación? O, al contrario, ¿quería decirme, como luego afirmaron sus herederas, que renunciaba a ella, cansado de las dilaciones de los habitualmente torpes mecanismos oficiales? En eso, y en más cosas, pienso cada vez que paso cerca de la Casa Zavala y la encuentro cerrada a cal y canto, va ya para un año, sin que a nadie parezca importarle demasiado lo que, se mire como se mire, es una pérdida cultural para Cuenca, cualesquiera que sean las reservas o las críticas que se quieran formular a la idea y a su desarrollo práctico. No hay manera alguna de poder adivinar qué pensaría Antonio Saura a la vista de esta situación pero, desde luego, sin temeridad alguna puede afirmarse que no estaría nada conforme ni a gusto, ni con lo que pasó después de su muerte ni con la forma en que se ha desarrollado el proyecto de Fundación ni, menos aún, con el desastroso final alcanzado.
            Mientras, ese hermoso y maltratado inmueble, la Casa Zavala, un auténtico regalo del cielo caído a las manos del Ayuntamiento de Cuenca, que nunca fue capaz de administrar debidamente el generoso legado recibido de la familia donante, dormita con sus puertas y ventanas cerradas, esperando que llegue la liquidación final de los bienes que deben servir para solventar las numerosas deudas acumuladas y así volver a las manos de su legítimo propietario que quizá esta vez -la esperanza es lo último que se debe perder- sea capaz de encontrar una solución óptima y razonable para que este elegante inmueble, una de las más representativas casas palaciegas de la ciudad, recupere la prestancia perdida y una utilidad acorde con lo que se debe esperar de un edificio de tanta solera, ubicado en un espacio ciertamente esencial en el entramado del casco antiguo de Cuenca. Probablemente, la Fundación Saura ya es irrecuperable. Pero eso no significa que no pueda haber otra opción razonable de uso para el inmueble.


Deja una respuesta