Melodía del Júcar

Del futuro plan de urbanismo de Cuenca (si es que esta vez consigue llegar al término de su proceso de elaboración, después de tropecientos amagos) solo conocemos, por ahora, las intenciones teóricas y metodológicas expresadas por el responsable del equipo redactor. Entre ellas aparece, una vez más, el propósito de vincular el río Júcar al tejido urbano y social de una ciudad que, sistemáticamente, viene viviendo durante siglos de espaldas al río que la define y da personalidad.
       Esto, naturalmente, no tiene nada que ver con lo que de manera habitual han pretendido todos los planes de urbanismo aplicados en esta ciudad (y, supongo, también en las demás), cuyo propósito fundamental, por no decir único, ha sido siempre urbanizar, urbanizar y urbanizar, habilitar parcelas y más parcelas en las que poder construir, dejando entre ellas algún espacio sobrante para preparar algunos jardines o edificar algún edificio público. Si alguien cree que exagero solo tiene que echar un vistazo al plan todavía en aplicación, aunque hace años que cumplió su periodo de vigencia. En él se toman medidas previsoras para una ciudad que en ese plazo debería alcanzar los doscientos mil habitantes; para albergarlos, habría que construir veinte mil viviendas. El resultado más visible lo tenemos a la vista: los solares que pueblan el polígono Villa Román III y el desolador aspecto del Villa Román IV donde no ha llegada a colocarse ni un ladrillo.
      Imagino que el nuevo equipo planificador es consciente de que nunca, o al menos en varios siglos, Cuenca va a superar mucho más allá el nivel demográfico en que ahora se encuentra, próximo apenas a los 60.000 habitantes. Por tanto, las necesidades edificatorias no son las fundamentales, sino que hay otras, menos atractivas para el poder político, que disfruta con los oropeles de las ruedas de prensa triunfalistas pero más vinculadas a la realidad cotidiana en que nos movemos a través de un tejido urbano incómodo, desajustado, necesitado de imperiosas correcciones para conseguir un ambiente sosegado, más humanos y menos especulativo.
       En ese propósito aparece un tanto difusa la intencionalidad de dar carácter al río Júcar, tan cantado por pintores y poetas, tan objeto de los fotógrafos, pero siempre colocado como al margen de la ciudad. Está ahí, al lado, pero no la atraviesa, lo que contribuye a esa especie de distanciamiento, que no se da en otros lugares en que el río pasa por el centro urbano, con puentes, muchos puentes, que ayudan a cruzarlo de una ribera a la otra, produciendo una identificación urbana que la gente siente como cosa propia. Aquí solo el puente de San Antón contribuye a formar esa idea vinculante entre río y seres humanos, que suelen dirigir una mirada distraída a las aguas o al fondo de imagen que dibuja el casco antiguo reflejándose en la verde superficie.
       Esa mirada nos devuelve la imagen de un río que va siendo comido apresuradamente por la maleza de sus riberas, sin que ninguna autoridad muestre preocupación alguna por limpiarlas para dejar diáfana la superficie de las aguas, escasas por otra parte, que en este tiempo se deslizan cansinamente en espera de que lleguen mejores oportunidades de conseguir un caudal suficiente, similar al que tuvo en momentos de mayor fecundidad fluvial. El Júcar, ahora, es un río que se desliza suavemente, sin querer molestar, sin recibir de sus presuntos cuidadores ninguna muestra de cariño. Quienes pasean por los senderos asfaltados apenas si tienen tiempo para dirigir una rápida mirada al cauce, mientras mantienen el ritmo apresurado de sus pasos gimnásticos. Quizá las ninfas que lo habitan han sentido un temblor emocionado al conocer que en un futuro no muy lejano pueden surgir ideas encaminadas a proporcionar vida a un río tan hermoso, tan poético, tan mágicamente reproducido en pinturas y fotografías, objeto incluso de melodías musicales, pero tan poco aprovechado por los habitantes de la única ciudad por donde pasa. Dormita el Júcar, dejándose llevar por la casi inexistente corriente, mientras sirve de espejo para que en él se reflejen las imágenes de Cuenca y en algún lugar, todavía no señalado, personas inteligentes piensan en qué se puede hacer para que el río, además de pasar, se quede y forme parte intrínseca de la ciudad.

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