Lo que puede ser el panteón de los Molinos de Papel
Suele ser una costumbre arraigada que cada corporación, cuando llega de nuevas a una institución, sienta el deseo de hacer tabla rasa de la herencia que recibe de la anterior. No diré yo que no hay motivos para actuar así en algunas ocasiones, pero también diré que antes de hacerlo de manera radical, sin encomendarse a nadie, conviene estudiar las cosas y los casos para actuar en consecuencia de una manera razonable, opción que incluye, desde luego, la posibilidad de enmendar el proyecto que ha sido puesto en marcha.
En los últimos días de su estancia al frente de la Diputación Provincial, el presidente Benjamín Prieto firmó un documento por el que la entidad se hace con la propiedad del histórico panteón de los Molinos de Papel y sus fincas, mientras pasa a ser de la diócesis la iglesia anexa, dando así ambas instituciones carpetazo a la que ya era, desde hace años, languideciente fundación puesta en marcha por doña Gregoria de la Cuba y Clemente a finales del siglo XIX con una evidente intencionalidad educativa y de promoción social y laboral de los vecinos de la pequeña aldea, situada a mitad de camino entre Cuenca y Palomera. La fundación, inútil e inoperativa hace ya muchos años, pasa así a la historia, donde se unirá a otras de parecida naturaleza; los lamentos nostálgicos por esta pérdida pueden ser compensados si, como prevé el documento firmado hace apenas un par de meses, el lugar entra en una nueva fase cargada de posibilidades y proyectos. A la nueva corporación provincial corresponde decidir ahora qué hacer con la herencia recibida.
Nos cuentan los cronistas de Cuenca que el primer molino de papel instalado aquí fue el del genovés Juan de Otonel, en 1626, quien dio trabajo a 30 personas, consiguiendo desde el primer momento el favor de la corona con lo que fue posible desarrollar una próspera industria, que alcanzó prestigio nacional, mientras el pequeño caserío situado al borde del Huécar emprendía un periodo de bienestar. La felicidad, en este mundo, tiene una vigencia limitada y por ello llegaron después los años de desavenencias, desentendimiento y penurias, hasta que los Clemente de Aróstegui, familia singularmente benemérita, les dio un nuevo impulso, ya a finales del siglo XVIII. Fue la última descendiente de esta estirpe, ya citada, cuya estatua de matrona regia se encuentra en el parque de San Julián, la que ideó poner en marcha la fundación que ahora se extingue, como con ella desaparecía también el apellido, al carecer de descendientes que pudieran continuar la saga familiar.
El palacio-panteón es un edificio de grandes proporciones y magnífico aspecto visual, con valiosos elementos arquitectónicos y artísticos en su interior, que sobreviven con cierta dignidad al destructor paso del tiempo cuando lo acompaña el abandono. Quienes pasan diariamente por delante de la fachada apenas si le dirigen una mirada distraída y pocos sienten el deseo de parar unos minutos para echar un vistazo a esta melancólica y romántica imagen, en cuyo interior, la Virgen del Trapo revive cada año cuando sale en procesión una de esas leyendas tradicionales de tanto encanto como dudosa certeza. Este es el lugar que ahora pasa a ser propiedad de la Diputación que tiene ante sí el desafío de compensar estos años de tristeza y abandono con otros que pueden ser de atractivo turístico y cultural. Como la corporación tiene técnicos y políticos cualificados, ellos sabrán, sin duda, encauzar debidamente esta herencia que puede resultar molesta, pero que ofrece considerables posibilidades futuras.