El arte de la rejería en exposición callejera
Ahora que arranca definitivamente el verano, entre calores tórridos durante el día y tormentas refrescantes por la tarde, comienza también el periodo más dinámico para la Serranía de Cuenca y los pequeños pueblos que forman el animado rosario de etapas a cubrir. Cualquiera de ellos invita a hacer un alto en el camino, detenerse unos minutos (o un buen rato) y disfrutar. Por fortuna, hasta aquí no han llegado las autovías ni los trenes de alta velocidad, utilísimos, sin duda, unas y otros, pero no para ejercitar el amable, sosegado y enriquecedor entretenimiento de viajar. Lo otro es ir de un sitio a otro, del principio al final, como si en medio no hubiera nada.
Y lo hay. Cada uno de estos pequeños pueblos serranos es un paraíso en sí mismo, un lugar encantado, amable, acogedor, envuelto por un paisaje espectacular, en el que la conocida combinación de vegetación, rocas y agua contribuye a formar el escenario vital que ampara la edificación, sabiamente adaptada a la naturaleza inmediata y ello por pura espontaneidad creativa, antes de que se inventaran los planes de urbanismo y las normas constructivas. De todos los ejemplos posibles me detengo en uno singular, Huélamo, porque me parece que no cuenta con el soporte publicitario o la aceptación popular vigente en otros próximos, quizá porque estos se encuentran a pie de carretera y el personal, vago y comodón por naturaleza, prefiere acomodarse a lo que tiene más a mano, sin esforzarse mucho. Y a Huélamo hay que ir, abandonando la carretera principal, para subir una empinadísima cuesta en curvas zigzagueantes, merecedora de ser final de etapa en una carrera ciclista.
Antes de eso, el viajero tiene la oportunidad de experimentar la sorpresa de una visión ciertamente espectacular. El pueblo se extiende horizontalmente, formando una línea de casas blancas cubiertas por tejados rojos, en una alineación semicurva, una especie de anfiteatro adaptado al terreno, situado en lo más alto del cerro, en uno de cuyos extremos destaca el farallón rocoso en que estuvo situado el antiguo castillo. Podría decirse que esta imagen inicial de Huélamo, visto desde la distancia, es como una postal pintada, como un delirio de la imaginación de un artista que volcó su fantasía en dibujar un poblado digno escenario para un cuento de hadas o cualquier otro relato de invenciones maravillosas. Pero no hay que dejar paso a los sueños, porque la imagen es real, como se puede comprobar fácilmente cruzando el puente sobre el Júcar para llegar, curva a un lado, curva al otro, hasta el corazón del lugar.
Las casas se distribuyen en tres calles paralelas, muy largas, de extremo a extremo del pueblo, situadas a distinta altura para adaptarse a la montaña, que se comunican entre sí mediante escalinatas; la excepción es una pequeña explanada situada en el centro, donde se sitúa el edificio municipal. Al final del pueblo está la iglesia, sencilla y austera, de ese indefinido estilo rural que identifica a las construcciones religiosas serranas; por encima de ella se yergue, poderoso y dominante, el roquedo que fue a la vez fortaleza, hoy prácticamente inexistente; por detrás de la iglesia, un parquecito y la ermita del Pilar, con unas curiosas pinturas que dicen seguir la tradición iconográfica bizantina. Hay fuentes, muchas fuentes, que el agua es generosa por estas breñas serranas, aunque dicen los naturales que el año ha sido malo en lluvias y nieves, y que eso se nota en los manantiales, menos briosos que en tiempos anteriores.
Pero hay en Huélamo un componente más, un añadido sobresaliente que lo convierte en pieza singular dentro del conglomerado serrano. Porque naturaleza, paisajes, ríos y montañas hay en todos estos parajes, pero en ninguno como aquí se puede asistir, maravillado, a la considerable exposición de rejas que cubren una gran cantidad de edificios. Probablemente ha sido una acción espontánea, asumida por los habitantes de este lugar, pero cuando en otros sitios se dedicaron a derribar casonas tradicionales y hacer almoneda de sus elementos constructivos, en Huélamo hicieron lo contrario: conservar la rejería tradicional, de la que hay docenas de ejemplares, de variados tamaños y diseños, formando un bellísima exposición callejera que el viajero contempla con sentida admiración. Esta riqueza decorativa, a la vez que funcional, bien merece quedar recogida en un catálogo que sirva de resumen informativo y gráfico a la vez que de recuerdo para, desde la lejanía, añorar la belleza de Huélamo.