La caricia del Cabriel en el puente de Vadocañas
Los seres humanos tenemos pleno derecho a sentir aficiones por unos temas y desapego por otros. Si no, seríamos todos iguales, con el aburrimiento consiguiente. Entre mis temas preferidos se encuentra, desde siempre, una incontenible atracción hacia los puentes, todos los puentes, en los que encuentro una evidente importancia como elemento de comunicación entre dos orillas en apariencia separadas, distantes, aisladas, pero que gracias a los puentes pueden quedar enlazadas, salvando la distancia entre ellas. Hay aquí, por supuesto, una metáfora evidente. Si alguien hubiera tendido puentes entre el gobierno de Madrid y el de Cataluña no habríamos llegado a donde estamos ni ocurriría lo que nadie sabe qué va a pasar.
Me gustan los puentes, todos los puentes, desde los pequeños, de piedra, construidos apenas para salvar un riachuelo, y que los pueblos, por generalización simplista suelen llamar “romanos”, cuando en realidad quedan poquísimos de aquella época y la mayoría de los que así se denominan son medievales, hasta los más grandes, los espectaculares no solo por sus dimensiones sino también por su tremenda implicación en el paisaje y ahí pueden entrar el puente nuevo sobre el Júcar en Cuenca, los viaductos del ferrocarril, el del Chantre (que sigue arruinándose), el del Castellar, el de Santa Ana en San Clemente, el renacentista de Cristinas y, por supuesto, el de San Pablo, magnífico ejemplo de la arquitectura del hierro, cuyo mérito indudable aún algunos se resisten a reconocer y una larga retahíla cuya sola mención sería suficiente para cubrir el espacio de este artículo.
Hacia el Cabriel, caminando entre bosques de coníferas y parcelas de viñas, como un milagro de la astucia agrícola surgida en estos rodales rocosos, donde parece sólo podrían vivir alimañas se llega a un lugar sorprendente, casi misterioso, envuelto en soledad y silencio. El camino surge junto al santuario de Consolación, que es término de Iniesta situado entre Villarta y Villalpardo, sigue junto a una rambla casi siempre seca, bordea las Casas del Rato, una construcción antigua, otra moderna y luego las ruinas de viejos molinos de agua y siguiendo esa ruta sinuosa y encrespada, se llega a Vadocañas, que fue aldea populosa, con una venta caminera que servía de alojamiento para los trajinantes empeñados en ir desde la Meseta a Levante o viceversa.
Todo eso es pasado, remembranzas con las que contar historias a la luz de la lumbre, si ahora se mantuviera semejante costumbre. La aldea llegó a tener 30 edificios y un centenar de habitantes que, seguramente, no eran conscientes de la considerable belleza del puente que tenían ante la vista y que sigue existiendo, elegante, poderoso, capaz de tolerar sin problemas el paso de los ganados. Existía ya en 1575, porque la Relación Topográfica lo encomia de manera considerable, al explicar que es «de piedra labrada, fecha a costa de esta villa y repartimientos de vecinos y con gran gasto, que duró años (…) de un sólo ojo y de gran altura y anchura. Pasan carros y gentes. Dicen ser la mayor y mejor y de grandes y mayores piedras del reino y pasan bestias, y todo lo demás, de Toledo y otras partes a Valencia y Requena». De ese relato se deduce que el puente estaba recién construido, financiado por los propios vecinos de Iniesta, seguramente porque se había arruinado otro anterior, de madera, al que se mencionaba unos 30 años antes. Y ahí está, sigue estando, ofreciendo a la vista una impresión visual de consideración, con su atrevida altura, 80 metros desde su borde hasta la superficie del río, pero lo más espectacular es que tiene un solo ojo, caso nada frecuente en este tipo de construcciones, lo que le convierte, dicen, en una de las más importantes obras de ingeniería en Europa en tal tipo de construcción.
Aquí terminan las hoces del Cabriel y ahí está, cinco siglos después, impertérrito y bellísimo en su impávida soledad, el puente de Vadocañas. A este lado, Cuenca; al otro, Valencia, unidas así, sin fronteras ni pontazgos, enlazando ambas orillas del río y dos territorios secularmente enlazados, que para eso sirven los puentes, si hay inteligencia suficiente para trazarlos y construirlos.