La pérdida de la inocencia

Nunca he pensado que cualquier tiempo pasado fuera mejor y sigo manteniendo esa misma idea, a pesar de que las circunstancias cotidianas ayudan con frecuencia a estimar lo contrario. Menos razonable aún me parece la actitud de tanto joven iconoclasta que, desde la más absoluta ignorancia, encuentran muy divertido apedrear un tiempo que no llegaron a conocer y por cuya comprensión no hacen ningún esfuerzo mental. Lo estamos viendo (y oyendo) desde hace meses y se reactiva en estos momentos: está de moda denigrar a la Constitución vigente y ridiculizar a quienes hicieron la Transición. Lo hacen y dicen una maraña de indocumentados recién llegados a la política y a la información (esto es lo que más me duele), cuya altura intelectual no levanta un palmo del suelo, dotados de una inapreciable disposición para el debate, el razonamiento, la discusión y, menos aún, el acuerdo.
      Sin necesidad de acudir a los archivos y periódicos, confiando solo en la memoria, me vienen a salto de mata los nombres de Gregorio Peces Barba, Fernando Abril Martorell, Luis Gómez Llorente, Manuel Fraga Iribarne, José María Maravall, Enrique Tierno Galván, Ernest Lluch, Alfonso Osorio, Miguel Roca, Alfonso Guerra, Landelino Lavilla, Santiago Carrillo, Jordi Solé Tura, Gabriel Cisneros, Joaquín Garrigues, Manuel Gutiérrez Mellado, Miguel Boyer, Francisco Fernández Ordóñez, Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, José Pedro Pérez Llorca, Leopoldo Calvo Sotelo… Y, por supuesto, quienes mejor encarnaron y ejemplificaron aquel momento, Adolfo Suárez y Felipe González. Todos hombres, desde luego, porque entonces las mujeres aún pintaban poco en política (y en casi todo lo demás, menos en el hogar).
       Contemplando el panorama actual de políticos en ejercicio (ahora sí, con bastantes mujeres en lugares destacados) nos tiene que invadir necesariamente el desánimo. Pocos, muy pocos, poquísimos nombres de quienes suben a la tribuna parlamentaria o acuden a las tertulias alcanzan, ni de lejos, la capacidad mental, verbal y dialogante que estuvo en vigor durante aquellos años y menos aún son los que consiguen despertar en el pueblo un mínimo interés, no diré ya apasionamiento. Eso sí, con frecuencia se quejan de cómo ha decaído el interés popular por la cosa política, de qué manera las gentes se han ido alejando de ellos y de la preocupación por los avatares del parlamento y la gobernabilidad. Ese interés sigue manteniéndose y se alimenta en corrillos pero desde una inconmensurable desconfianza hacia quienes deberían ofrecer soluciones y remedios. Y en ese desarraigado se ha ido perdiendo la confianza y el entusiasmo. Y se ha perdido también la admirable inocencia que en los años iniciales de la democracia nos llevaba a hacer colas de horas, con la ilusionada papeleta en la mano, para introducirla en la urna de votación.
       La desazón se incrementa contemplando el espectáculo de las elecciones forzadas para intentar sacar a Cataluña del atasco en que lleva sumida desde hace varios años. Reduciendo el problema al nominalismo personal que he insinuado antes, debemos hacernos cruces de estupor al saber que Carles Puigdemont está en condiciones de volver a ser elegido, lo que es una demostración palmaria de cuál es la degradación social y mental que se puede alcanzar. Más allá de sus ideas, ese individuo es un botarate, un necio, un mentecato. Que cientos de miles de personas puedan votarlo indica hasta dónde se ha profundizado en el pozo de la estupidez colectiva. Y eso, la verdad, deprime mucho y ayuda a pensar que el pasado, pese a todo, fue mejor.

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