La vana esperanza de tener un ministro amigo

“Cuenca ya tiene ministro y las capitales que lograron tanta bienaventuranza se engrandecieron en cuatro días”, escribía un alborozado periódico conquense en el otoño de 1919, al proclamar a los cuatro vientos el nombramiento de Fernando Sartorius, conde de San Luis, diputado por Huete, como nuevo ministro de Abastecimientos. El jolgorio se multiplicó por todas partes, especialmente por la ciudad optense, donde se lanzaron al aire tracas y fuegos artificiales en cantidad nunca vista y a la que, un mes más tarde, acudió el flamante miembro del gabinete para ser recibido triunfalmentea los sones de la Banda de Música del maestro Cabañas.
       Abreviaré el relato: el ministerio le duró al conde dos meses, hasta diciembre. Como era costumbre en la época, los gobiernos iban y venían con una facilidad pasmosa y sin necesidad de mociones de censura. Y Cuenca, desde luego, no se había engrandecido ni tampoco, para ser justos, se empobreció más de lo que ya estaba en ese anodino periodo de tiempo en que algunos pudieron presumir de tener un ministro vinculado a la tierra.
        Esa es una esperanza común a todos los seres humanos, sobre todo los que vivimos en provincias humildes del interior, donde hay pocas oportunidades de que alguno de nosotros llegue a ocupar un cargo de relevancia en la administración del país y por eso el alma popular cree que, cuando tal cosa ocurre, el beneficiado realizará gestos evidentes para favorecer a su lugar de origen. Casi nunca ocurre, pero la esperanza se alimenta. Con el cambio de gobierno, desaparece de la escena el ministro Rafael Catalá, diputado por Cuenca, del que no tengo noticias haya influido especialmente en nada positivo para nosotros. Su antecesor en ocupar una dignidad semejante, Virgilio Zapatero, sí actuó de manera muy enérgica desviando hacia la ciudad una serie de iniciativas gubernamentales que en muy pocos años cambiaron el aspecto y las perspectivas; ahí están el Parador de Turismo, el Archivo Histórico Provincial, el Teatro-Auditorio de Cuenca, el Edificio Palafox y la UIMP. Si seguimos retrocediendo en el tiempo para entrar en la etapa del franquismo aparece, dominante y vocinglero, Francisco Ruiz-Jarabo, que en cada discurso público prometía, una y otra vez, hacer todo lo posible para concluir las obras de la catedral. Ya ven el resultado.
       No hay muchos más casos que mencionar, me parece, pero eso no impide que, en cada ocasión de cambio, busquemos siempre la aparición de un nombre familiar cuyo nombramiento podría venir a ser como una prueba de reconocimiento de que existimos y somos, alimentando así la vanidad colectiva al ver que alguien de nuestro entorno, aunque nos resulte totalmente desconocido, ha sido señalado por el dedo de la fortuna para salir del conjunto y pasar a desempeñar un puesto de relevancia. Con la soterrada esperanza, por qué no, de que entre sus múltiples preocupaciones encuentre un hueco para desviar su atención hacia este rincón mesetario. No ocurre tal cosa en el sorprendente cambio de gobierno que acabamos de vivir, entre desconcierto y expectación, en la última semana. Esta vez también nos quedamos sin ministro. A cambio, los posibilistas buscan relaciones familiares y afectuosas en dos de ellos, José Luis Ábalos y Maxim Huerta, nombramiento que me produce una singular alegría porque con él este país recupera un ministerio de Cultura, corrigiendo así el agravio introducido por los últimos gobiernos. Y, encima, puede ser un ministro imaginativo, ocurrente y creativo, lo cual está muy bien.


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