De cómo Astérix venció a Coronavirus
En el año 50 antes de Jesucristo, una pequeña aldea poblada por un sólido grupo de irreductibles galos plantó cara al dominio de Roma hasta llegar a hacer imposible la segura y tranquila vida de las poderosas legiones que estaban dominando el mundo conocido. Tanta fue la osadía de aquellos galos que dos de ellos, Astérix y Obelix, se atrevieron a viajar hasta la metrópoli para, entre otras cosas, competir en una carrera de cuadrigas en la que el primero se enfrentó valientemente con un auriga hasta entonces invencible llamado Coronavirus. La cosa tiene su gracia, claro, y eso, justamente, es lo que nos va haciendo falta para sobrellevar de la mejor manera posible esta muy singular crisis sanitaria que nos ha metido de sopetón el otro coronavirus, el de verdad, el que se está paseando alegremente por medio mundo como Pedro por su casa, provocando todo tipo de reacciones y sensaciones, que van del desconcierto al pánico pasando, sobre todo, por el tamiz de quienes disfrutan provocando el desasosiego colectivo lo cual, en pueblos como el ibérico, muy dado a ejercitar de continuo el sentimiento trágico de la vida, es relativamente fácil porque es más sencillo dejarse llevar por las emociones que por el razonamiento. Por fortuna, y según deduzco de lo oído en alguna tertulia radiofónica, están apareciendo ya síntomas del tradicional sentido del humor hispánico con el que, muy probablemente, podremos ir superando las angustias pasajeras de estos momentos.
Cuando pase todo, que pasará, los sabios analistas nos darán las claves de lo sucedido y nos ayudarán a entender lo que ahora resulta difícil de comprender, porque las noticias y los datos (sobre todo los datos: infectados, hospitalizados, aislados, muertos) imponen una ley contundente y ante las cifras resulta complicado razonar, menos aún si a ello se añaden las derivaciones de naturaleza económica que tienen aún un impacto mayor porque caen de sopetón sobre quienes en apariencia estaban fuera del ámbito directo de la enfermedad y se ven implicados en sus consecuencias. Por ahora sabemos que corre por el mundo un río de rumores y temores que se dirige especialmente a evitar las concentraciones masivas de personas. Cuando hace un par de meses decidieron suspender el Mobile barcelonés, muchas voces se levantaron para airear otra vez la bandera del complot universal contra España, pero ahora ya no se dice lo mismo cuando el ejemplo cunde por doquier y conocemos cosas tan sorprendentes como limitar los accesos de files a La Meca o suspensiones de espectáculos deportivos, musicales, congresuales y de todo tipo.
En el horizonte inmediato, tanto que lo tenemos ya encima, las Fallas, detrás la Semana Santa y después el Rocío, con el horizonte, cada vez más próximo, de los Juegos Olímpicos y otros eventos similares. La Iglesia ya ha puesto en marcha algunas medidas profilácticas, como la de corregir saludos y besuqueos a la hora de pedir y dar la paz. Decisión, supongo, que también iremos ampliando por inercia a otros ámbitos de la vida en que, de forma espontánea, se ha ido imponiendo en los últimos años una efusión corporal que en sí misma revela actitudes de intimidad que no se corresponden con personas que acaban de conocerse pero que a la hora de las presentaciones se lanzan con todo entusiasmo una sobre la otra para darse abrazos y besos, costumbre que en los últimos tiempos se ha extendido también a los seres masculinos. Deberíamos aprender de los orientales, que jamás se besan, sustituyendo semejante efusión transmisora de virus por unas correctas inclinaciones de cabeza y cuerpo, que tienen un alto valor de afectuoso respeto. Con ello, quizá, como Astérix, podremos derrotar al malvado Coronavirus.