Catalina, Severo

Severo Catalina del Amo

Cuenca 06‑11‑1832 / Madrid 19‑10‑1871

Apenas 39 años de vida fueron suficientes para perfilar uno de los más notables caracteres surgidos en la tierra conquense en el ambiguo siglo XIX. Parece increíble que en tan corto espacio de tiempo fuera capaz de desarrollar una tan intensa y variada actividad administrativa, política, académica, periodística y literaria. Su débil contextura física le llevó a la tumba prematuramente, pero bien puede decirse que aprovechó al máximo el tiempo que le concedió el destino: licenciado en Filosofía y Letras y simultáneamente doctor en Derecho (1855) mientras estudiaba árabe, latín y hebreo, periodista en Cuenca y en Madrid, catedrático de Hebreo en la Universidad Central (1857), consiguió combinar su vocación literaria con la política, hasta llegar a ministro y tener la confianza de la reina Isabel II.

La familia Catalina procedía de Budia, en la provincia de Guadalajara y se vinculó a Cuenca cuando el padre asumió el cargo de mayordomo (administrador) de los bienes de la catedral conquense. El joven Severo estudió primero en el seminario de Cuenca y a continuación en el instituto, dejando claro ya en esos años primeros que poseía una inteligencia natural nada común y unas dotes excepcionales para el aprendizaje: al terminar el Bachillerato ya dominaba correctamente el latín, el francés y el italiano. Pasó luego a Madrid (1845) al amparo de su hermano Gabino, para estudiar en la Universidad Central, de la que salió titulado en Derecho cuando solo tenía 20 años (y 22 cuando alcanzó el doctorado) para, de inmediato, conseguir la cátedra de Hebreo en el mismo ente universitario (1857). Por esos conocimientos, más tarde fue encargado de revisar en la Biblioteca Nacional los manuscritos e impresos orientales. En fin, escritor prolífico y variado, que en 1861 (tomó posesión del asiento el 25 de marzo) consiguió el sillón A de la Real Academia Española, a la que accedió con un discurso sobre «Las lenguas semíticas y su influencia sobre la castellana». En la institución formó parte de la comisión que redactó la Gramática de la Academia, en 1870.

Torres Mena, su contemporáneo, ha dibujado un perfecto retrato de Severo Catalina, afirmando que «apenas fue niño: cuando sus compañeros vivaqueaban bulliciosos por los claustros universitarios, él asentaba reposadamente los reales sobre las gradas del magisterio». Pero nada más expresivo para aprehender algo de esta personalidad portentosa que esta descripción quizá cruel, del mismo Torres Mena: «De rostro frío, casi exangüe y aire benévolo, era, como por natural tendencia, epigramático y sarcástico en el trato; y como político animábale la pasión más demoníaca. ¿Sentía o calculaba? Los que mejor le conocían dicen que era hombre de gran cabeza; yo sólo he envidiado de él el corte literario de su elegante y castiza pluma”. Por su parte, otro coetáneo y paisano, Fermín Caballero, tan distantes ambos en el terreno ideológico pero, sin embargo, amigos, señala que Catalina manifestó, desde su entrada en el seminario, “una disposición intelectual nada común, en consonancia con el grande desarrollo físico de su cerebro, digno del examen de los frenólogos”, dando así inició a una actividad intelectual verdaderamente sobresaliente.

En el terreno político fue tan precoz como en los demás: diputado por el distrito de Alcázar de San Juan (1863) y luego por el de Cuenca (1864, 1865 y 1877), siempre en el partido conservador, representación parlamentaria que alternó con el desempeño de cargos administrativos: Director del Registro de la Propiedad (1864), director general de Instrucción Pública (1866), director general de los Registros y el Notariado (1867), ministro de Marina en el último gobierno del general Narváez (1868) y por fin de Fomento en un gobierno presidido por González Bravo, cuya breve gestión (23 de abril a 19 de septiembre de 1868) sirvió para acentuar uno de los frecuentes periodos reaccionarios de la política española y ello tuvo su principal reflejo en materia educativa. Estaba todavía cercana la promulgación de la Ley Moyano (1857), que estaba siendo trabajosamente desarrollada, y que encontró el obstáculo de los gobiernos siguientes, de marcado carácter conservador e integrista. En esa perspectiva, el ministro Orovio envió a las Cortes un proyecto de ley de enseñanza primaria, que asumió y firmó su sucesor en el ministerio, Severo Catalina. La ley entró en vigor el 2 de junio. «Lo más sobresaliente de esta efímera ley de 1868 es, de un lado, la fuerte intervención de clérigos y religiosos en la instrucción pública; de otro, el control ideológico a que se desea someter a los maestros. Se cierran las Escuelas Normales, sin duda sospechosas de heterodoxia para el poder público; se encomienda al clero las escuelas públicas en las poblaciones menores de 500 habitantes; se les confía la tutela de las escuelas públicas en los demás casos; se ordena la presencia eclesiástica en las Juntas provinciales y locales de enseñanza primaria; se asigna a la Iglesia la misión de vigilar la doctrina de los textos escolares» [Puelles, 174]. En fin, esta fue la penosa aportación de Catalina a la historia de la educación española aunque se puede decir, sólo por caritativa justificación, que la ley no la hizo él sino que se limitó a aplicarla, razón por la que se conoce como Ley Catalina. La revolución de septiembre de 1868 dió al traste con la ley, el gobierno y el ministro. Según han contado algunos protagonistas de la época, Severo Catalina aceptó el cargo ministerial por respeto a la corona y sabiendo que el desastre institucional estaba cerca: ministro de amarguras me han nombrado”, dicen que dijo. Y no le faltaba razón.

Siguió a Isabel II en el camino del exilio; en nombre de la reina, redactó en Pau el manifiesto que la derrocada soberana quiso dirigir al país, un texto de excelente prosa, cargado de amargura y que ofrece de aquella reina detestable una imagen ciertamente muy dierente a la que ha consagrado la historia. Comisionado por la reina, viajó a Roma para entregar un mensaje al papa. Permaneció diez meses en la capital italaiana, tiempo que aprovechó esta inquieta y activísima personalidad en redactar una de sus obras de mayor valía literaria, Roma, en la que traza una completa descripción histórica y monumental de la ciudad, obra póstuma que fue editada cuando el autor ya había muerto.

En agosto de 1869 fijó la residencia en Biarritz, desde donde siguió el desarrollo de los acontecimientos y la llegada al país de Amadeo de Saboya. Los últimos años de su vida transcurrieron en una situación de amargura, en la que se unieron el pesimismo del destierro con el avance de una enfermedad degenerativa que apenas si pudo paliar su regreso a España, en 1871, apartado ya de las vanidades del poder y vuelto a su primera dedicación docente. Quiso volver a ocupar su cátedra de hebro en la Universidad Central, pero apenas si tuvo tiempo de reincorporarse antes de morir.

Aparte de su labor como escritor, es preciso mencionar también su inmersión por el mundo periodístico. Había sido colaborador en el periódico El Reformador Conquense(1852) y en 1856 su nombre aparecía en las columnas del madrileño diario político El Sur, colaborando luego en otros títulos de la época, como La España, El Horizonte(que llegó a dirigir), El Estado (fundado por Campoamor en 1856) pasando  a fundar y dirigir en 1864 El Gobierno, de tan efímera vida que ni siquiera aparece mencionado en los repertorios periodísticos españoles. También figura su nombre como colaborador de La Concordia, Revista moral, política y literaria, editada en Madrid entre el 10 de mayo de 1863 y el 3 de enero de 1864, con un total de 35 números aparecidos [Palau 58954].

Como escritor, Severo Catalina muestra sus profundas convicciones morales, políticas y religiosas que le pondrían en alineación con lo que hoy llamaríamos la extrema derecha o el pensamiento integrista católico, que él consideraba amenazado por las nuevas corrientes desarrolladas con ímpetu desde mediados del siglo XIX, como el nacionalismo o el anticlericalimso, lo que queda de manifiesto sobre todo en su obra cumbre, reeditada de modo continuo a lo largo del siglo XIX (y aún algo en el XX, hasta completar la cifra insólita de 115 ediciones), La mujer, en la que aspira a establecer el modelo de una figura femenina totalmente entregada a su hogar y familia, subordinada al hombre, siempre amorosa y en busca del permanente ideal que se supone a la mujer cristiana y española, si bien es justo señalar que propugna una más intensa labor educativa sobre ellas porque están destinadas a ocupar papeles relevantes en la sociedad. La obra causó un enorme impacto en su tiempo y aún prolongó su vigencia casi hasta nuestros días, sirviendo durante todo ese periodo como punto de partida para el cúmulo de discusiones que en la época contemporánea ha generado el tema del feminismo y el papel de la mujer en la sociedad. Académico de la Lengua desde 1861, su discurso de ingreso versó sobre el influjo de la lengua hebrea en la gramática castellana. Aunque ha tenido menos popularidad, otra obra suya, La verdad del progreso, resulta del máximo interés al recoger de manera sintética y con una meritoria visión de futuro, la influencia que las innovaciones tecnológicas entonces apenas insinuadas podrían ejercer en el futuro de la humanidad. Caballero, que en tanta consideración personal le había tenido, proclama que “los escritos del señor Catalina han llamado justamente la atención por lo elevado de los pensamientos, por el sentido práctico de las concepciones, por lo castizo de la frase, sin hinchazón ni palabrería, aunque incisiva a veces”.

Espíritu inquieto donde los haya, practicó también la poesía e incluso escribió una comedia en verso, Malos juicios. Como poeta, obra suya fue incluida en el volumen colectivo El romancero de la guerra de África (1860) donde comparte páginas con los más conocidos escritores del momento (Duque de Rivas, Hartzenbusch, Campoamor).

Pocos años después de su muerte se publicaron las Obras completas de Severo Catalina, estructuradas en seis volúmenes. Cuando murió, ya en el reinado de Amadeo de Saboya, estaba preparando un trabajo sobre la Inquisición, documentándose directamente en el archivo diocesano de Cuenca y una Historia de las Universidades españolas obras

ambas que quedaron inéditas. Su compañero académico, Francisco Cutanda, ofrece un retrato muy amable de aquella portentosa personalidad: “Era de genio vivo, pero contenido, y jamás por la viveza atropelló sus pasos, sino que, reprimida, le comunicaba presteza y oportunidad de continuo, precipitación nunca. Oía con sosiego y pacientemente; y aunque muy agudo, tardaba en responder y hacíalo sobrio de palabras. De condición mansa, jamás se vio poseído de la ira; y los disgustos y desengaños de la vida, tristeza le causaban, pero pasajera; no desorden, no exaltación, no arrebatos”.

Obra publicada

La lejislación mosaica (Madrid, 1857)

La mujer (Madrid, 1858)

Las lenguas semíticas y su influencia sobre la castellana (Madrid, 1861).

La verdad del progreso (Madrid, 1862)

Viajes de SS.MM. y AA. a Portugal en diciembre de 1866 (Madrid, 1868)

La Rosa de Oro enviada por la Santidad de Pio IX a la S.M. la Reina doña Isabel II (Madrid, 1868)

Obras completas: 1, La Mujer; 4, Roma; 5, La verdad del progreso; 6, Viaje de Sus Majestades a Portugal, La Rosa de Oro y Discursos Literarios (1876-1877)

Bibliografía

José María Álvarez Martínez del Peral, “Conquenses ilustres”. El Día de Cuenca, 14-10-1927 / Fermín Caballero, comentario necrológico en La Ilustración Artística, Madrid, 30-10-1871 / Francisco Cutanda,  Noticia de la vida y de las principales obras literarias de D. Severo Catalina;  Madrid, 1873, Imprenta de M. Rivadeneyra / Manuel Espadas Burgos, Roma en la obra de Severo Catalina; Cuenca, 1998; Universidad de Castilla –La Mancha / Ángel González Palencia, “Roma de D. Severo Catalina y la Real Academia Española”, Madrid, 1947; Boletín de la Real Academia Española, n.º XXVI / José Medina Löpez, “Semblanza de don Severo Catalina, ilustre figura de las letras conquenses”. Cuenca. Ofensiva,  07 y 08-06-1957 / Florencio Martínez, Ruiz, El Día de Cuenca, 25-07-2000, Cultural, pp. 20-21.