Escribiré esta nota en primera persona. Durante 14 años fui el primer director del Teatro-Auditorio de Cuenca, etapa en la que me tocó asumir múltiples decisiones, algunas conocidas públicamente y otras que me guardo para mí, hasta que llegue la hora de contarlas.

            En ese proceso un día cualquiera pensé que estaría bien, en un edificio de esas características, situar las banderas constitucionales para dejar constancia de dónde estamos y quienes somos. Nada original: ocurre en otros muchos lugares, en este país y en todos. De manera que hice los encargos oportunos y a los pocos días estaban las cuatro banderas colocadas en otros tantos esbeltos mástiles, en la parte baja del edificio, donde se encuentra el arranque de las escaleras y donde había también, por cierto, una gran cartelera que anunciaba la programación del mes.

            Las banderas fueron pronto víctimas de los desaprensivos que en la noche conquense actúan impunemente cometiendo toda clase de fechorías, de manera que, para salvarlas de los estropicios constantes, decidí trasladarlas a la parte más elevada del edificio y allí permanecieron, bien visibles, durante todo el tiempo que duró mi mandato y aún algún tiempo después, hasta que mi sucesor (que no era un elemento subversivo, ni mucho menos, sino un hombre de la patriótica derecha) decidió eliminarlas, sin que nunca pudiera yo entender qué mal hacían esos símbolos de Europa, España, Castilla-La Mancha y Cuenca.

            Quien ahora ostenta el mando ha vuelto las cosas a sus principios y, como si fuera algo de magia, las banderas vuelven a estar donde yo las coloqué, ondeando al viento, que es uno de los mejores y más plásticos símbolos de libertad que se pueden encontrar.

 

 

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