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Un espectáculo poco edificante

                Es fácil suponer que cuando alguien llega de nuevas a ocupar un cargo importante, el de alcalde de una ciudad, por ejemplo, tiene preparada una lista de actuaciones a desarrollar con toda la urgencia posible. Como no parece viable acometerlas todas de golpe, tendrá que aplicar un orden de preferencia que probablemente no coincidirá con las que tenemos los demás ciudadanos, pero alcalde solo hay uno y a él le corresponde decidir por dónde se empieza.
                Seguramente hay un consenso generalizado en que no es posible soportar por más tiempo el detestable servicio de autobuses urbanos con que estamos siendo castigados y que este verano ha alcanzado el no va más de los despropósitos: como hay más gente que nunca se reducen los servicios y así todo el mundo se amontona y se cabrea. No creo que haya en todo el universo un caso similar a éste, que se agrava teniendo en cuenta las peculiaridades del casco antiguo, donde los turistas no pueden circular ni aparcar en las calles; para ellos, el autobús es remedio y solución. Daba gusto oír en las paradas el repertorio de improperios con que han obsequiado a la ciudad y a sus regidores.
                Dejando aparte este asunto sobre el que, como digo, creo que hay unanimidad colectiva, si yo tuviera capacidad de decisión sobre cuestiones municipales acometería, como una de las primerísimas decisiones, solucionar, de un modo o de otro, el caso de la casa número 10 de la calle Obispo Valero, de propiedad municipal por más señas, cuyo avanzadísimo estado de amenazante ruina debería quitar el sueño a los concejales y a los funcionarios responsables, sobre cuyas cabezas caerá la responsabilidad de lo que puede suceder en cualquier momento y que se está gestando a la vista de todos.
                Hay, por supuesto, una consideración de tipo estético. Ese inmueble ocupa un amplio espacio en la plaza de la Ciudad de Ronda, a un paso del Museo de Arte Abstracto de modo que tal cochambroso espectáculo, vallado, eso sí, se encuentra a la vista del circuito turístico que pasa por allí de manera constante. Si ese inmueble fuese de propiedad privada, el Ayuntamiento habría montado en cólera hace muchos años y con las ordenanzas en la mano hubiera obligado a los presuntos dueños a actuar y solucionar el problema, rigor que el municipio no es capaz de aplicarse a sí mismo.
                Pero hay algo más, que me parece de especialísima gravedad: los okupas, que saltando cerraduras y vallas viven en el interior. A mí me da pavor contemplar, en uno de los balcones del piso superior, una niña pequeña que se entretiene en otear el paso de los viandantes e imagino en qué terribles condiciones de higiene y salubridad deben estar viviendo quienes están dentro de ese lugar. No puede, creo yo, seguir mirando para otro lado el Ayuntamiento mientras ante las miradas de todos se escenifica este espectáculo. Naturalmente, la respuesta inmediata será que se está esperando una solución a la prevista ampliación del Museo de Cuenca, gestión que se inició hace veinte años y que se puede prolongar un siglo más. Y mientras, la casa sin barrer.
                Creo, ya lo digo al principio, que el alcalde, en su derecho, tendrá su propio listado de cuestiones preferentes sobre las que empezar a actuar y desconozco si entre ellas ha considerado la urgencia de intervenir cuanto antes en este asunto. A mí, desde luego, me parece muy necesario, por la estética que se debe cuidar en una ciudad como la nuestra, por humanidad para que esas personas vivan en condiciones dignas, por seguridad en evitación de que se produzca un desastre que todo el mundo espera y nadie acierta a prevenir. Y luego, ya saben, apelaciones a Santa Bárbara.

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