Hay lugares necesitados de recibir un impulso para salir del ostracismo o desconocimiento, para ser descubiertos y conocidos. Hay otros a los que la excesiva publicidad puede hacer daño, pues contribuye a distorsionar el encanto natural que reside en su textura, impidiendo calibrar con sentida precisión los valores de su esencia más profunda.
  La Ciudad Encantada es un pequeño paraíso natural cuyo disfrute mayor se alcanza a través del silencio y la soledad. Debe ser por eso que quienes la conocieron a lo largo de los siglos -milenios, en realidad- callaron la noticia, la mantuvieron en sordo secreto, sin comunicarla más que a otros iniciados que, como ellos, hasta aquí venían, acompañando sus ganados a pastar, a cortar leña con la que avivar sus fuegos domésticos o quizá a entretener males de amor envueltos en líricas nostalgias. Mientras, las gotas de lluvia, una tras otra, incansables, hacían su trabajo modelando el relieve calizo, jugando a la fantasía, dando formas caprichosas a ese roquedo dúctil y maleable.
  Antes, aquí estuvo el mar, cuentan quienes saben de estas cosas que nos llevan a los orígenes más lejanos de la evolución de la Tierra, antes de que aparecieran los seres humanos y quizá incluso anterior a cualquier otra señal de vida animal. Aquí estuvo el mar, seguramente con una apariencia similar a la que hoy conocemos, dilatado, azulado, ondeando la superficie al compás de los vientos y las mareas. Luego el mar se retiró, en busca de otros depósitos y dejó tras de sí esta altiplanicie de terrenos calcáreos, surgidos por la sucesiva acumulación de estratos marinos depositados durante el periodo secundario o mesozoico. La lluvia, que siempre estuvo, empezó entonces a hacer su trabajo, paciente, delicado, imaginativo. Cada gota caída aportó una infinitésima parte del dibujo; una tras otra cayeron, durante millones de años, y entre todas forjaron este mundo de fantasía y belleza que sólo disfrutaron pastores silenciosos, pacíficas ovejas, águilas solitarias y buitres avizores, en una envoltura de orgullosos pinares, sin comunicar a nadie lo que veían.
  Hubo que esperar la llegada del aventurero siglo XIX, ese en el que unos fueron a buscar los misterios de África y otros las tentaciones blancas escondidas en los polos terrestres. Algunos plantearon itinerarios más concretos, buceando hacia el alma de la siempre desconocida, alejada España del interior, y así encontraron casi al alcance de la mano, la ciudad de piedra, solitaria, ensimismada en la contemplación de su propia belleza labrada a segundos inagotables. Luego empezaron a contar maravillas, descripciones científicas arropadas en palabras de sonoro significado mientras otros, más prosaicos, jugaban a las adivinanzas, buscando en las extrañas figuras rocosas parecidos con situaciones humanas, para bautizarlas olfateando seguramente una forma sencilla de llegar al común de las gentes y atraer así la atención de los curiosos.
  Con la misma facilidad alimentada durante milenios, la fantasía pétrea se acostumbró al rumor inasible de los pasos humanos, el griterío infantil, las tiernas escenas amorosas ante la cámara de fotos, las risas juveniles sorprendidas en su todavía incauta percepción de la vida. A la entrada, el Tormo Alto contempla todo con serena presencia. Más allá, el Cocodrilo mantiene su eterna pugna con el Elefante, con la atenta mirada, cercana, de la Cara del Hombre. Al otro lado, los Barcos siguen buscando el perdido oleaje, sin poder alcanzar nunca el Mar de Piedra, como tampoco los Amantes de Teruel lograrán jamás que sus bocas lleguen a fundirse en el ansiado beso. Hay focas, fruteros, tortugas, puentes. La imaginación puede con todo y acaricia estas rocas en apariencia ásperas, sólo en apariencia, pues son estructuras sensibles, tanto como para poder ser modeladas por inofensivas gotas de lluvia o delicados copos de nieve. Una calma intensa, un silencio inconmovible lo impregna todo más allá de la algarabía. El tiempo trabaja y la Ciudad Encantada descansa.
   La Ciudad Encantada de Cuenca fue declarada Sitio Natural de Interés Nacional por Real Decreto de 11 de julio de 1929.
Cómo llegar
   Desde Cuenca se toma la carretera  CM 2105 que discurre paralela al río Júcar, hasta llegar al kilómetro 29 donde sale el desvío por la CM 2104, con destino a la Ciudad Encantada.
  Otra opción es, en el primer caso, tomar otro desvío, en el kilómetro  para cruzar el puente sobre el Júcar y por la CM 2104 llegar a Valdecabras, continuando luego seis kilómetros mas hasta alcanzar la Ciudad Encantada.
Dónde comer y dormir
   Hotel Ciudad Encantada. Ciudad Encantada; 969 288 194. Tiene restaurante.
    En Valdecabras:
  Apartamentos Patarroyo. Luis Martínez Kleiser, 4; 969 285 060. Alquiler por temporadas.
   Apartamentos Turísticos Ciudad Encantada. Calle de la Fuente, 11.
   Restaurante Rincón de Valdecabras. Travesía de la Iglesia, s.n.; 969 285 061.


Deja una respuesta