Fragilidad de la condición humana
El rey de la creación, el amo y señor de todo lo existente, el que controla lo que sucede en cada rincón del mundo e incluso llega ya a explorar las inmediaciones del universo conocido, acercándose a planetas situados a millones de años luz, el que ha inventado lo no imaginable (y más que seguirá inventando) para saber y, sabiendo, dominar los mecanismos necesarios en orden a organizar el mundo, desde el tráfico hasta la forma de votar para elegir gobiernos, el que se emborracha de alegría íntima y personal jugando con móviles, tabletas, ordenadores, creyendo que así tiene el mundo a sus pies cada vez que pulsa el enter, ese mismo poderoso individuo, inmune a las ideas filosóficas, las promesas políticas o las predicciones religiosas, se encierra ahora en su casa, abandona trabajo, bares, tiendas y restaurantes, cancela los apasionantes viajes que había proyectado para ir a lugares remotos, se desconcierta al quedar sin su cotidiana ración de fútbol y asiste estupefacto a la cancelación de fiestas populares o multitudinarios espectáculos musicales. Todo porque un miserable sujeto microscópico, invisible, que no se puede tocar, ni oler, ni matar con un simple matamoscas o un chorro enérgico de cualquier insecticida al uso, se ha apoderado, sin comerlo ni beberlo, ni avisar previamente dando un plazo prudencial para adoptar precauciones en forma de vacuna, de lo que parecía ser un impacto localizado en un solo país para extenderse como un auténtico reguero por todo el planeta, aprovechándose de paso de una de las más peculiares características de la naturaleza humana, la estupidez, a cuyo amparo hasta hace cuatro días se han estado celebrando concentraciones multitudinarias, desoyendo las voces prudentes que aconsejaban contener ya ese tipo de entusiasmos e incluso iniciar una retirada estratégica a los cuarteles domésticos, como mejor forma defensiva contra el enemigo rastrero que nos ataca.
Ha sido preciso el ordeno y mando enérgico de la autoridad competente, incluido el despliegue del ejército (eso sí, esta vez sin tanques en las calles) para que de un solo golpe de efecto el personal, individualista por naturaleza, haya tenido que renunciar a sus atávicas costumbres de cada día para aceptar, mal que bien, la obligatoriedad de este confinamiento colectivo que una buena porción social, yo diría la mayoría, calculada a ojo desde mi propia posición ajena a la realidad visual, acepta, más o menos a disgusto, pero con el convencimiento de que es lo necesario y mejor para unos y todos. Mayoría, cualquiera que sea el porcentaje, no significa unanimidad, porque siempre hay entre nosotros sujetos autónomos que, convencidos de su valía personal inmune a órdenes y decretos, por supuesto a virus, prefieren actuar por su cuenta y hacer lo que les viene en gana, ya que a mí no manda nadie y no hay microbio que pueda conmigo. Pero así es la condición humana, capaz en el mismo escenario de actitudes nobles y generosas que conviven con la miseria de comportamientos rastreros, como estamos viendo.
Dicen quienes entienden de estas cosas, filósofos, pensadores, sociólogos, que el ser humano es capaz de sobrevivir siempre a las duras pruebas que los acontecimientos históricos ponen en el camino común y citan, como ejemplos, las guerras, como experiencia catártica para los que las viven, pero que se concluyen obteniendo fuerzas, no solo físicas sino espirituales y mentales para afrontar las posguerras con una vitalidad que en todos los casos ha permitido la recuperación social del grupo humano afectado por el desastre. No es previsible, a pesar de los agoreros de siempre, que este vaya a ser el final del mundo. Sí es cierto que se van a producir incontables víctimas, pero serán muchos más los supervivientes que luego tendrán ante sí la atractiva tarea de recomponer los daños y afrontar el futuro, si es posible, haciendo algunas menos tonterías de las habituales.