Belleza y serenidad en el claustro de la catedral
La catedral de Cuenca vive un tiempo dulce. Atrás, casi olvidados en el tiempo, quedan los momentos en que era un espacio oscuro, somnoliento, apagado, que invitaba más a la tristeza y los lamentos que al disfrute derivado de la posible contemplación de un recinto hecho para la fe a través de un estimable despliegue de elementos arquitectónicos y artísticos, de suficiente entidad como para provocar estímulos en quienes entran en él sin sentir especialmente el pálpito religioso. De la catedral de Cuenca se salía, hasta no hace mucho, con una íntima sensación de amargo desencanto en el que apenas si tenían cabida algunos detalles estimulantes que pasaban a enriquecer las emociones de la memoria.
Quienes escriben sobre este sobrio y por ello mismo elegante edificio suelen hacerlo valorando cuestiones importantes, como es natural. No creo que a nadie se le ocurra contar el relato mínimo acerca de cómo, de qué manera, y en virtud de qué objetivos, la catedral de Cuenca se ha transformado en un espacio limpio, luminoso, con casi todas sus capillas abiertas para que cualquiera pueda penetrar en ellas y conocer sus detalles, que antes había que adivinar a través de los barrotes de las rejas. Eso forma parte de la historia pequeña, la que permanece en la intimidad y que algunos conocemos a retazos pero casi nadie tiene especial interés en contar, abrumados, quizá, por lo que realmente merece la pena y es digno de ser comentado. Todo ello vino a impulsos de un aire de modernidad y modernización que hace ahora de la catedral de Cuenca un lugar asequible y amistoso. Por ello, volver una vez más y otra a su interior, con cualquier pretexto -un concierto, una exposición, una visita guiada, subir al triforio o, sencillamente, porque sí- es algo que se realiza habitualmente, creo que por bastantes personas (quisiera creer que, entre ellas, muchos conquenses) para quienes este hermoso edificio de indefinida clasificación estilística, porque los acoge a todos, se ha convertido en algo cercano, que merece la pena disfrutar.
Imagino que cada cual tiene sus puntos de preferencia. Seguramente, el Arco de Jamete irá en primer lugar de esa hipotética clasificación. En la mía, el puesto honorífico lo ocupa el claustro, predilección a la que contribuye un factor personal. Durante muchos años, periódicamente, me enviaban a hacer un reportaje sobre las hipotéticas obras de restauración que algún día se harían. Conservo en la memoria aquellas visitas, las entrevistas, las imágenes de aquel lugar polvoriento, desangelado, las piedras amontonada, cuya recuperación parecía imposible. Cuando ahora vuelvo a pasear por esos pasillos, contemplo las arcadas, oigo el cantarín sonido de la fuente central y veo abiertas las puertas de la emocionante Capilla del Espíritu Santo, siento como si yo mismo hubiera contribuido, con aquellos antiguos reportajes, a la recuperación de ese recinto que sintetiza como pocos el valor del clasicismo.
En los pasillos sobrevive algún resto de la exposición de Ai Weiwei que convive con la maquinaria del antiguo reloj, una admirable pieza de tecnología artesanal y así lo tradicional se empareja con la modernidad para dar fe, también aquí, de la más notable característica de esta ciudad, su capacidad para hacer que coexistan elementos de diferentes culturas formando todos ellos un puzzle sorprendente y admirable, como lo es que la comunicación con el claustro rigurosamente clásico que diseñó Juan de Herrera y ejecutó Juan Andrea Rodi se haga a través del enloquecido Arco que trazó Esteban Jamete, en días de enfebrecida imaginación creadora.