Todo sigue igual, nada cambia
Coincide la entrada del otoño, esa estación climática marcada literariamente por un sentimiento de nostalgia, o quizá de melancolía, con el más absurdo e incomprensible de los tiempos políticos vividos en este zarandeado país y eso que ya llevamos tantos seguidos, uno detrás de otro, que deberíamos estar acostumbrados a saber que la zozobra es nuestro estado de ánimo natural. Con todo lo que está pasando, la esperanza envuelta en una leve sombra de optimismo nos hace pensar (creo que a la absoluta mayoría) que después de lo que pase el domingo, unos y otros serán capaces de ponerse de acuerdo para dejarnos en paz durante un razonable periodo de tiempo, al menos para que podamos recuperar el aliento y recobrar algo de confianza.
Mientras la inestabilidad campa tristemente en el territorio controlado por los seres humanos, la naturaleza desarrolla imperturbable sus ciclos, marcados rigurosamente desde el primer estallido atómico y a pesar también de las visibles consecuencias de lo que está aportando el cambio climático, pero aún no hemos llegado a la situación extrema de que todo se trastoque y el invierno pase a ser verano o a la inversa. De manera que con el rigor necesario (un poco retrasado, eso sí) las cosas siguen sucediendo como está reglado y el otoño llamó a las puertas para empezar a desarrollar su vistoso ciclo cromático, tan sugerente siempre. Sólo falta que la lluvia, tímida hasta ahora, cumpla igualmente con su obligación y llegue con generosidad para limpiar el ambiente de malas sensaciones, además de ayudar a superar el miserable nivel de las aguas de nuestros ríos.
Las terrazas agotan sus últimos días de vigencia, más por el ansia de los fumadores que por una auténtica necesidad de templar los ánimos con un rato de estancia al aire libre. El turismo no decae y en cuanto hay oportunidad caen sobre la ciudad cientos de visitantes que, a las primeras de cambio, organizan tal caos circulatorio (como demostración palpable, lo ocurrido en el puente de Todos los Santos) que debería animar a los responsables municipales a emprender acciones eficaces encaminadas a ofrecer ya alguna solución o remedio para unos hechos que deterioran notablemente la imagen de la ciudad. Fácil no es. Si lo fuera, alguien, incluso muy torpe, ya lo habría encontrado, pero eso no es óbice para que se deba intentar.
Las choperas están cumpliendo fielmente con su obligación y recorren puntualmente toda la gama de colores hasta llegar finalmente a la desnudez absoluta. Es interesante caminar por distintos puntos de la Serranía para comprobar cómo la naturaleza evoluciona de manera diferente en cada uno de sus rincones, en función de la altitud y del clima, ofreciendo tal variedad de matices que siempre sorprenden, por más que el espectador haya contemplado esa maravilla en múltiples ocasiones, como es fácil comprobar recorriendo las ingentes páginas que la red nos ofrece, con infinitas posibilidades. De níscalos más vale no hablar, lo que no impide que haya los inevitables fanfarrones que, como en el mus, cuentan historias fantásticas en torno a maravillosos rodales encontrados como por magia en el más inesperado paraje, oculto a las miradas de los demás. Eso forma parte del ritual y como tiene gracia, así hay que tomarlo.
Mientras escribo estas líneas, los candidatos agotan sus últimos días de campaña, dispuestos a que de sus labios salgan los más encendidos disparates. Después de eso debemos meditar (aunque quizá más vale no hacerlo, para evitar que el desánimo se apodere de nosotros) y luego, el que quiera, a votar. Ajenos a tal circunstancia, los chopos siguen amarilleando el paisaje de nuestros ríos.