Parece inevitable -a mí me lo parece, al menos- aludir y recordar viejas mansiones recogidas en películas, por lo común orientadas a crear sensaciones temerosas.  A la cabeza me vienen, así, de golpe, Manderley, donde la dulce Joan Fontaine intentaba escapar de la sombra fantasmal de Rebeca, en una de las más sombrías películas de Alfred Hitchcock, a quien también se debe otra mansión no menos espectral, aquella en la que Norman Bates cuidaba con todo amor del huesudo cadáver de su madre, en Psicosis. No necesariamente hay que sentir espasmos de pavor al contemplar esta otra espléndida casa palaciega, tan venida a menos, solitaria, silenciosa, abandonada, perdida quizá para siempre, aunque la adornasen, hace años, con el inútil galardón de Bien de Interés Cultural, que tranquiliza las conciencias de  una administración inapetente aunque resulte perfectamente inaplicable.
   Todos los ingredientes de la melancolía envuelta en nostalgias encuentran acomodo en este paraje, en las proximidades de la aldea del Puente de San Juan, en el término de Casas de Benítez. Los produce el acto de contemplación de la casa, ella en sí misma, el ambiente circundante y el recuerdo de un tiempo ido (que, como todos los tiempos, no volverá). Y, sin embargo, no ha pasado tanto, apenas un siglo, nada en la inmensidad temporal, para que todo aquello que fue con ánimo de permanencia se haya evaporado dejando tras sí esta triste imagen, símbolo final de un imperio industrial (y político) diluido con la rapidez ya conocida en casos similares (y ahora, en esta época, también tenemos unos cuantos al alcance de la mano).
   Hay, como siempre suele ocurrir, un apellido, el de los Gosálvez, empresarios, caciques y diputados en una amplia zona de la Manchuelaconquense. Participaron en la fundación de la Papelera Española, montaron centrales eléctricas aprovechando el tirón de tales instalaciones en el comienzo de la industrialización tecnológica, estuvieron en el desarrollo inicial de los ferrocarriles. Su nombre, ese apellido, sobrevive en este palacio que ya no les pertenece, pues lo vendieron, pensando los nuevos propietarios que tendrían fuerzas suficientes para restaurarlo y hacerlo vivir con el esplendor de antaño. Vana ilusión, frustrada apenas en el pensamiento.
   El palacio se levantó a comienzos del siglo XX por iniciativa de Enrique Gosálvez, inspirándose sin tapujos en el estilo francés aplicado a este tipo de residencias señoriales. Lo podemos ver acercándonos a donde se encuentra o, de una forma más aproximada, a través de la imagen. Tiene un cuerpo central de dos plantas, rematadas en mansardas, tan parisinas ellas, con prolongación en dos alas laterales perpendiculares al cuerpo principal. La entrada principal se organiza mediante un porche aterrazado, con escalinata, ahora ya tan deteriorado que apenas si puede apreciarse. En lo más alto, un coqueto torreón central abuhardillado corona con elegante ligereza la fachada, en la que las ventanas, casi todas abiertas, entreabiertas, rotas, desvencijadas, apenas si protegen ya de nada. Separando maderos puede asomarse la mirada, levemente, para contemplar el interior e intentar así, con ese vistazo lejano, adivinar cómo eran aquellos amplios salones, aquellos veinte dormitorios y soñar, imaginar, con la ayuda de imágenes vistas en otros recintos parecidos, de qué modo se habían amueblado esas dependencias, con objetos traídos de todos los países del mundo, sobre todo de los más exóticos. Un poco retirada, separada por la alameda que envuelve el palacio, la capilla neogótica comparte con la residencia principal el mismo sentimiento decadente.
                      LA ERMITA

     Con menos, diría un animoso posibilista, se han hecho paradores, hoteles, hostales o casas rurales.  Contemplando el nivel de deterioro alcanzado ya por el palacio de los Gosálvez no queda mucho espacio para alimentar sensaciones optimistas, pero haya o no solución, lo que siempre permanecerá, al menos en imagen, es la inmarcesible belleza de este paraje tan singular, escapado de un sueño de cuento de hadas, merecedor de una visita de apenas unos minutos en los que dejar escapar la imaginación en alas de sueños inalcanzables.
Cómo llegar
    Desde Cuenca hay que llegar a la autovía A-3. En Honrubia se puede tomar la CU 8306 y al llegar a Casas de Guijarro se toma la CU 8307 a Casas de Benítez. También se puede salir de la A-3 en las inmediaciones de Alarcón en dirección a Tébar, por la CU 8307 que lleva igualmente a Casas de Benítez.
    Sin embargo, desde el propio Casas de Benítez no hay ningún camino que conduzca directamente a la aldea de Puente de Don Juan. Por tanto, hay que seguir por cualquiera de las varias carreteras posibles vía La Roda y Villalgordo del Júcar, que son lugares de la provincia de Albacete. Desde este último pueblo se retroceden unos cuantos kilómetros y así se llega a Puente de Don Juan y a la casa-palacio de los Gosálvez.
Dónde comer
    Se pueden encontrar restaurantes en los pueblos próximos como Sisante o El Picazo

Donde dormir
Casa Rural Parajes del Júcar, en el casco urbano de Casas de Benítez; 629 228 620 / 619 215 896.
Casa Rural La Barrica de Malena, en la aldea La Losa, junto al Júcar; 969 382 945 / 675 507 301.
Casa Rural El Jardín Manchego; 644 366 476.

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