Hace ya tiempo que las carreteras están hechas, se planifican, para permitir ir de un sitio a otro con la mayor rapidez posible, sin admitir intereses intermedios, sin que haya distracciones en ese objetivo, tan nuestro, tan de esta época, que ha hecho de las prisas un propósito en sí mismo. Con esa intencionalidad declarada nacen las autopistas, las autovías y, para remate, los desvíos que bordean los pueblos y por donde los coches pueden seguir su camino sin perder velocidad, sin perder ni un segundo de ese precioso tiempo que necesitamos no se sabe muy bien para qué.
    Ya casi no hay nada que ver desde las modernas carreteras, obligadas por principios utilitarios muy concretos (la seguridad, sobre todo, la velocidad también) a rodear las poblaciones, evitando el entretenimiento, tan productivo y didáctico, de cruzar por en medio de los pueblos y privándonos, por eso mismo, de apreciar, aunque sea durante unos minutos, cómo es la vida real en esos lugares. También, la visión, presurosa quizá, más detenida si el vehículo hace un alto para que los viajeros tomen un café, de algún edificio noble que pueda estar al alcance de la vista en esos pocos momentos. No seré yo quien haga aquí profesión de antigualla costumbrista, pretendiendo una vuelta atrás; las cosas son como son y el progreso por lo general es imparable, aunque lleve consigo la eliminación de agradables costumbres. Como eso es así, nos adaptamos, sin mayores problemas y seguramente muy pocos echarán de menos las antiguas travesías de las poblaciones -aún quedan algunas, para desesperación de conductores presurosos-, consolándonos con la idea, cierta, de que quien quiera hacer turismo puede realizarlo en cualquier momento, sólo con tomar un pequeño desvío y retomar caminos aislados.
   Esta serie de crónicas viajeras por la provincia de Cuenca pretende llamar la atención sobre puntos concretos (edificios, espacios naturales, puentes, ocasiones) habitualmente ignorados en las guías oficiales que, una vez y otra, con mimetismo ayuno de curiosidad, repiten siempre los mismos lugares: castillo de Belmonte, Ciudad Encantada, Segóbriga, monasterio de Uclés… como si no hubiera otra cosa que ver o de la que disfrutar. Respetando -faltaría más- la importancia de esos lugares y otros similares, pretendo poner la mirada y la letra en aquellos otros que, por quedar fuera de las grandes rutas de comunicación, por estar en pequeños pueblos ya casi deshabitados o en espacios no siempre fácilmente accesibles, apenas si encuentran ocasión ni para ser citados en estos repertorios oficiales al uso.
   Nuestro tiempo, marcado por las prisas, ha hecho del viaje presuroso un objetivo prioritario. Las autopistas o autovías, los trenes de alta velocidad, el avión, deben llevarnos cuanto antes y en el menor tiempo posible desde el punto de salida al de destino. Invito aquí a disfrutar del auténtico placer de viajar que es ir de acá para allá, sin objetivos marcados, sin prisas, entreteniendo el tiempo, parando los pasos y dejando volar la vista para encontrar las maravillas y sugerencias que salen a nuestro paso.

Deja una respuesta