AGUSTÍN FERNANDO MUÑOZ SÁNCHEZ
Tarancón, 04‑05‑1808 / Saint Adresse, El Havre, 11‑09‑1873
He aquí al protagonista de una historia de amor, muy propia de la época romántica en que tuvo lugar. Había nacido en el seno de una familia modesta que vivía del producto de un estanco y no hay noticias de que recibiera educación más allá de la escuela primaria pero por su apuesta presencia y buenas dotes físicas, consiguió entrar en el selecto cuerpo de la Guardia de Corps, al servicio directo del rey Fernando VII y en ese papel de discreto anonimato pasaron los primeros 25 años de su vida. Era hijo de matrimonio formado por Juan Muñoz Funes y Eusebia Sánchez Ortega, hidalgos que vivían de los ingresos de su estanco que tenía la exclusiva de venta de la sal de las salinas de Belinchón y hay opinión unánime de que era en verdad un guapo mozo, alto y de elegantes maneras; aunque su madre pretendía que estudiara para sacerdote e incluso llegó a hacer tres años de latín, el joven era partidario de la carrera militar y gracias a su buena condición física pudo entrar en 1825 en los Guardias de Corps
No habían pasado muchas semanas de la muerte del monarca (29 de septiembre de 1833) cuando entre la gente del Palacio Real y en los círculos cortesanos de Madrid se comentaban ya abiertamente los amores de su viuda, María Cristina con un guardia de corps e incluso en los periódicos, sujetos entonces a un severo control informativo, se deslizaban cuchufletas en verso o ironías burlonas en prosa, creciendo así los rumores que, es fácil imaginar, en poco tiempo llegaron a todos los niveles. Podemos ver un ejemplo. El periódico La Crónica publicó el 5 de febrero de 1834 el siguiente suelto: “Ayer se presentó Su Majestad la Reina Gobernadora en chareván (carruaje descubierto) cuyos caballos dirigía uno de sus criados y en el asiento del respaldo iba el capitán de guardias duque de Alagón”. Este texto, aparentemente inocuo, irritó a la reina y ordenó la suspensión del periódico, desterrando al editor Pedro Jiménez de Haro y al redactor Ángel Izuardi. ¿Motivo? El criado que dirigía los caballos era Fernando Muñoz. Así de suspicaces eran los gobernantes.
Muerto Fernando VII, su viuda, María Cristina de Borbón (nacida en Nápoles) se hace cargo de la regencia del reino durante la minoría de edad de Isabel II. En el testamento, el rey la nombra “Gobernadora” del reino y eso explica que en los textos históricos se la mencione habitualmente como la Reina Gobernadora que, muy probablemente, no se había fijado nunca (¿o quizá sí?) en aquel miembro de la guardia real hasta que, ya viuda, sucede un percance casual, un accidente, y en ese momento se produce el contacto visual entre ambos. Permanecerá para siempre la duda de si ambos ya se habían fijado mutualmente en vida del rey o si, en efecto, como relata la versión oficial, todo empezó en el momento casual en que se produjo el leve tropiezo del vehículo real cuando se dirigía a la finca de Quitapesares, cerca de San Ildefonso, en la provincia de Segovia. Era el 17 de diciembre de 1833.
El choque produce un sobresalto tremendo en el vehículo, cuyos cristales se rompen; uno de los trozos cae sobre la mano de María Cristina («manos blancas no ofenden», había dicho Calomarde, refiriéndose precisamente a estas manos reales) y el guardia Muñoz se apresura a aproximar su pañuelo para restañar la sangre que empieza a correr. Tras unos momentos de confusión, la regente decide regresar a la corte y devuelve el pañuelo a su propietario. Fernando Muñoz, de forma ostensible, besa la prenda y la guarda en la guerrera, junto al corazón. Al día siguiente, María Cristina vuelve a Quitapesares, con Muñoz muy cerca de ella; pasean entre los árboles y la galantería cortesana inicial deja paso pronto a la amistad, las confidencias. Hay que intentar comprender el extraño impulso de la viuda, al hilo de las constantes de la época en que se desenvuelve la sorprendente aventura. ¿Es preciso recordar que nos encontramos en pleno Romanticismo? Amores, pasiones, celos y desventuras forman el entramado por el que se desenvuelven los personajes, siempre extremados y fanáticos, de la España que afronta la segunda mitad del siglo XIX. María Cristina, apasionada y, sin duda, frustrada como mujer tras su convivencia con el decrépito Fernando VII, presiente que en su apuesto acompañante taranconero se le ofrece la posibilidad de encontrar las satisfacciones íntimas que la vida le ha negado hasta ese momento. La responsabilidad de la regencia, la crisis política, la minoría de edad de Isabel, son cuestiones que no parecen haber alterado el ánimo ni la firme decisión de la soberana en la que, por otro lado, no se albergó ni un solo momento el deseo de vivir una aventura pasajera. Por el contrario, a ella corresponde la decisión de formalizar un matrimonio que, por razones de estado, deberá ser morganático y mantenerse en secreto. Hace solo tres meses que ha muerto el rey, cuando el 28 de diciembre de 1833, a las siete de la mañana, el presbítero Marcos Aniano González, natural también de Tarancón, bendice el matrimonio de Fernando Muñoz y María Cristina, después de un episodio rocambolesco protagonizado por el sacerdote para conseguir permiso de sus superiores para oficiar una ceremonia de estas características y que debería realizarse en total secreto. Ni el obispo de Madrid ni el de Cuenca entraron en el juego; fue precisa una esquela manuscrita dirigida por la reina al Nuncio para que éste otorgara licencia al cura, sin saber exactamente para qué se la daba “para una sola vez”. Fueron testigos de la boda el marqués de Herrera y Miguel López Acevedo. Pero observemos las fechas: ha pasado solo una semana desde el tropezón del vehículo real y la boda. Probablemente, este es el flechazo amoroso más rápido de la historia.
El discreto ocultamiento del enlace se mantendrá apenas el escaso tiempo transcurrido entre la ceremonia y el inevitable proceso de engordamiento a que se ve sometida la recién casada, porque, como escribió la condesa de Campo Alonge: «La reina está casada en secreto y embarazada en público». Y es que, verdaderamente, un embarazo es la cosa más difícil de ocultar y mucho más si se repite hasta siete ocasiones, puesto que siete fueron los hijos habidos de este apasionado y prolífico matrimonio. Por cierto, que como escribe Jiménez Landi, «los niños, apenas criados, recorren el camino de todos los niños, pero a la inversa. En lugar de venir de París, son llevados a él por su abuelo paterno, D. Juan Muñoz». Todos los niños eran llevador luego a Vervey, en Suiza, donde se había comprado una finca cuyos vecinos sabían de sobra que las criaturas eran españolas y de alta condición.
Para disimular sus repetidos embarazos, la pareja buscaba retiro en las residencias reales; estando en una de ellas, en La Granja, sucedió el episodio del motín de los sargentos que, entre otras cosas, proferían gritos e insultos contra “el estanquero”, lo que despertó las alarmas de la reina que encomendó al clavero Dionisio Arias la preparación de la fuga de su marido quien, disfrazado, pudo llegar a Madrid y refugiarse en palacio, en unas dependencias que la voz popular calificó como “la jaula de Muñoz”. Situación que se fue agravando a medida que aumentaba la riqueza de Muñoz, embarcado en negocios cada vez más importantes y algunos muy poco claros, lo que sirvió para incrementar la impopularidad de la reina.
La prolífica actividad de la pareja dio lugar, como es natural siempre, al divertimento popular transmitido en cancioncillas burlescas:
Lloraban los liberales
que la reina no paría
y ahora más Muñoces hay
que liberales había.
La situación de clandestinidad conocida en todos los corros sociales se hizo pública cuando el ambicioso general Espartero, al forzar a María Cristina a entregarle el poder, anunció la existencia del matrimonio real, provocando así el hipócrita escándalo de quienes conocían perfectamente lo que estaba sucediendo. De esta forma fue preciso formalizar la renuncia de la reina gobernadora (1840) que, con su marido, emprendió el camino del exilio, primero en Italia y luego en París, instalándose en la Mal Maison, la casa que Napoleón compró para Josefina en las cercanías de la capital y propiedad ahora de María Cristina y que se convirtió en un lugar de conspiración contra el régimen español.

El exilio se prolongó hasta la caída de Espartero (1844) que permitió el retorno a España de la pareja, momento en que la reina planteó al nuevo hombre fuerte del país, el general Narváez, la conveniencia de formalizar públicamente el matrimonio efectuado, lo que dio lugar a un nuevo y curioso episodio porque en ese momento se sugiriò que el enlace ya realizado no era válido, porque había faltado la intervención de un cura párroco, como preveían las leyes. Cuentan las crónicas que María Cristina quedó muy turbada en conciencia al saber que estaba viviendo en pecado mortal. Pero ya se sabe que las leyes y las normas pueden arreglarse a medida de las necesidades y de esta manera, el 11 de octubre de 1844 la ya reina Isabel II firmó el decreto autorizando el matrimonio de su madre con Fernando Muñoz sin que perdiera los honores y prerrogativas que le correspondían; al día siguiente, el obispo de Córdoba, Juan José Bonel, procapellán mayor de la Casa Real bendijo públicamente la unión en el propio Palacio Real y a la vez se legalizaron todas las partidas de nacimiento de sus hijos, actos autorizados por las Cortes el 8 de abril de 1845, recibiendo el marido el título de duque de Riánsares.
Sintió Fernando Muñoz la tentación de entrar en política, que era fruta propia del conflictivo tiempo y a la que necesariamente se veía impulsado por la inercia de seguir los pasos de su compañera y participó en algunas sesiones conspirativas muy propias de la época, pero a partir de la legalización del matrimonio se apartó por completo de ese complicado mundo para dedicarse a la familia y al ejército, en el que llegó al grado de teniente general y, sobre todo, a los negocios, para los que mostró pronto una activa disposición. En 1846 se le ofreció la corona de Ecuador que, sensatamente, no aceptó.
Los negocios en que intervino Fernando Muñoz fueron múltiples y variados: la canalización del río Ebro, el dragado del puerto de Valencia, inversiones inmobiliarias en Madrid y otras ciudades importantes, empresa azucarera en Cuba (a la que surtió de esclavos adquiridos en las costas africanas), con los que amaso una gran fortuna, no exenta de críticas y polémicas, porque en muchas de esas ocasiones pudo contar con información privilegiada. El primer duque de Riánsares ‑como su hermano, el conde del Retamoso‑ se encuentra implicado en los orígenes y desarrollo del ferrocarril español y, en concreto, en el primero de carácter industrial, el Langreo-Gijón destinado al transporte de carbón en las minas asturianas, promovido entre otros por el marqués de Salamanca. Fue proyectado en 1846 con cuarenta millones de reales y no estuvo terminado hasta diez años después. Participó también en la empresa del Játiva-Grao de Valencia, punto de origen del futuro ferrocarril Madrid-Valencia, pero en cambio no se implicó para nada en el posible trazado de esa línea por Cuenca. Adquirió una compañía minera en Asturias, aunque parece que nunca pisó una mina e invirtió capital en la Sociedad Minera Carbonera de Cuenca, que tenía yacimientos en Mira y en Henarejos y en la construcción de carreteras además de mostrarse muy activo como inversionista en bolsa.
Durante toda su vida, mostró una considerable atención personal hacia Tarancón, afición que compartió la reina gobernadora. En su ciudad natal promovió construcciones, fincas agrícolas y una generosa vocación hacia la patrona, la virgen de Riánsares. En 1845 construyeron un palacio sobre una antigua casa de sus padres, añadiéndole algunas propiedades vecinas y dejando espacio para un jardín delante de la fachada. El edificio ha sido transformado modernamente para servir ahora de sede institucional del Ayuntamiento de Tarancón. Esa actitud personal la trasladó también a su propia familia: todos sus hermanos fueron distinguidos con títulos nobiliarios y casados con personas de la más alta alcurnia.
Los avatares de la agitada política española le amargaron los últimos años de vida, puesto que puesto que con el nuevo pronunciamiento militar y el regreso de Espartero al poder se vio obligado a acompañar al destierro a la reina Isabel y a su propia esposa, Maria Cristina (1854), fijando la residencia en Francia, de donde ya no volvería nunca, salvo para ser enterrado. Recibió numerosas distinciones: la Cruz de Carlos III (1844), el Toisón de Oro (1846) y el grado de Mariscal de Campo (1848). A su título principal hay que añadir otros como el de marqués de San Agustín y el francés de duque de Montmorot, con que le obsequió el rey Luis Felipe de Francia. Murió finalmente en su casa de campo de Saint‑Adresse, en Montdsir, cerca del puerto de El Havre. Fue enterrado inicialmente en el cementerio de Rueil, desde donde años más tardes fue trasladado al panteón que había mandado edificar en la ermita de Riánsrares pero parece que sus restos ya no existen, porque la tumba fue profanada durante la guerra civil y los últimos huesos del duque de Riánsares, quemados y esparcidos por el lugar.
Hay un episodio final que es preciso señalar, porque frustra y rompe la historia de amor protagonizada por María Cristina y Fernando Muñoz. Ambos habían dispuesto que sus cuerpos reposarían juntos, hasta la eternidad, en el panteón que para este fin habían mandado construir en la ermita de Riánsares, en Tarancón. Allí está, en efecto, el del Guardia de Corps elevado a duque, pero no el de la reina. La razón de estado impuso otro criterio: como esposa de rey y madre de reina su cuerpo ocupa el lugar que obligadamente le corresponde en el frío panteón de El Escorial. Su fiel y permanente compañero descansó en la más absoluta soledad, junto al sepulcro vacío de su amada compañera.
La vivienda familiar, en Tarancón, fue desmontada en 1898; los herederos retiraron los muebles principales e hicieron almoneda de los demás.
Tuvieron ocho hijos, cada uno de los cuales recibió el correspondiente título nobiliario, entre 1847 y 1849, a los que algunos añadieron otros por matrimonios sucesivos. Fueron los vástagos:
María de los Desamparados, nacida el 17 de noviembre de 1834, condesa de Vista Alegre, fallecida en 1864. Se casó en la Malmaison de Paris, el 1 de marzo de 1855 con Ladislao XI, príncipe de Czatoryski.
María de los Milagros, nacida el 8 de noviembre de 1835, marquesa de Castillejo, fallecida en 1903. Estuvo casada con el príncipe del Drago.
Agustín María, nacido el 15 de marzo de 1837, primer duque de Tarancón, vizconde de Rostrollano y Príncipe de Ecuador, fallecido en 1855.
Fernando María, nacido el 27 de abril de 1838, II duque de Riánsares, I vizconde de la Alborada, I conde de Casa Muñoz, II duque de Tarancón y II vizconde de Rostrollano, primer conde de Casa Muñoz. Coronel de Artillería, contrajo matrimonio con Eladia Bermaldo de Quirós y Cienfuegos, hijas de los marqueses de Campo Sagrado. Falleció en 1910.
María Cristina del Carmen, nacida el 19 de abril de 1840, marquesa de La Isabela y vizcondesa de La Dehesilla. Estuvo casada con José María Bernaldo de Quirós y falleció en 1921.
Juan Bautista María, nacido el 29 de agosto de 1844, I conde del Recuerdo, I vizconde de Villarrubio y II duque de Montmorot, en Francia, donde fue ayudante del emperador Napoleón II. Falleció en 1863.
Antonio de Padua, nació en 1842 y vivió solo cuatro años.
José María, nacido el 212 de diciembre de 1848 en París, I conde de Gracia y I vizconde de la Arboleda. Falleció en Pau, Francia, en 1863, sin dejar descendencia.
De todos ellos, solo tres sobrevivieron a su padre: Fernando María, duque de Tarancón; la princesa de Drago; y la marquesa de La Isabela y de Campo Sagrado.
También sus padres y hermanos se vieron favorecidos con títulos, honores y facilidades para entrar en el complejo mundo de los negocios, donde todos hicieron fortuna. Para el padre, Juan Antonio Muñoz, recibió el título de conde de Retamoso (1846) y a su muerte pasó al hermano mayo, José Antonio Muñoz Sánchez; Otro hermano, Jesús, recibió el título de marqués de Remisa. Ambos encontraron también vía libre en el camino de la política: Jesús Muñoz, marqués de Remisa, empresario de ferrocarriles y que durante años controló los distritos electorales de Tarancón y Huete y José Antonio Muñoz, conde de Retamoso, que actuó en los distritos de Tarancón y Belmonte.
Referencias: Jesús Garrido Gallego, Datos biográficos y Memoria de D. Agustín Fernando Muñoz, duque de Riánsares. Tarancón, 2008; Nuevo Mileni / Marqués de Villa-Urrutia: La reina gobernadora, doña María Cristina de Borbón. Madrid, 1925; Tip. Artística / Manuel de la Ossa Domínguez, “Fernando Muñoz y la reina María Cristina”. Ofensiva, 08-09-1946 / José María Sans Puig, Historia y Vida, núm. 74, mayo 1974, pág. 102. / Silva 385