PEDRO MERCEDES SÁNCHEZ
Cuenca, 31-07-1921 / Cuenca, 12-02-2008
Pedro Mercedes pasará a la historia (en realidad, ya está en ella) como el hombre que transformó una artesanía popular en arte. De elaborar cacharros de barro para uso doméstico pasó a ser un creador intuitivo, que hizo del dibujo y las formas un mundo genial.
Había nacido en Carretería, en una pequeña vivienda que tenía en la planta baja una frutería, regentada por sus padres, Tomás y Encarnación. El padre había venido de Teruel, dedicado al comercio trajinero de la fruta, hasta que conoció a la madre, nacida en Villalba de la Sierra, y decidió cambiar el ritmo ambulante de su trabajo por otro más sedentario. Así quedaron residenciados en una casa que podemos identificar aludiendo a la antigua Librería Estudios, frente al actual BBVA. De manera que las primeras vivencias del niño Pedro están vinculadas a aquella frutería (que, en realidad, vendía de todo, desde alimentación hasta objetos para el hogar) y eso explica, sin necesidad de mayores precisiones, por qué estos alimentos ocupan un papel de tanta importancia en su obra: las manos del alfarero se muestran especialmente sensibles cuando acarician esos frutos que le retrotraen a su mundo infantil. Un mundo en el que hay también una tendencia irrefrenable hacia el ámbito taurino, incluso con un cierto propósito de dedicarse a él, intención incumplida salvo el hecho anecdótico de hacer el paseíllo el día de la inauguración de la plaza de toros de Cuenca, el 3 de septiembre de 1927. Era un niño (tenía seis años) pero lo llevó de la mano su padrino, “Pelaspigas”, peón de brega en la cuadrilla de Marcial Lalanda, el gran maestro que participó en aquella histórica jornada.
Esos inicios, titubeantes como en casi todos los seres humanos, terminan cuando queda huérfano (1929) y su madre vuelve a contraer matrimonio, tras una breve etapa en que ejerce como vendedora de melones en la plaza de los Carros (los melones, otro tema recurrente en el mundo creativo de Pedro Mercedes). El niño que estaba aprendiendo el mercadeo de la fruta cambia de orientación y empieza a conocer otro, mucho más duro –en época en que toda dureza era poca- el de la alfarería, en el que se inicia desde el escalón inferior, el más servil, el de menor protagonismo. Su cabeza, ya lo sabemos, empezó a elucubrar de inmediato. Bien estaba vender botijos y orzas para poder subsistir cada día, pero otras cosas podrían hacerse, piensa. En el taller, en el alfar de su padrastro, Florentino Merchante (a quien siempre llamó tío), cuyos secretos va descubriendo, se hacen en esos momentos, como en todos los de Cuenca, durante siglos, desde que los musulmanes abrieron los primeros, jarros y jarras, de base estrecha, para depositarlos en las cantareras; cantimploras y botijas para pastores y labradores; alcuzas para guardar aceite; tinteros, ollas, cántaros, platos, escudillas y hasta orinales.
El taller de Florentino estaba situado, como es natural, en Las Ollerías, en el barrio de San Antón, en la calle de San Lázaro; en su familia no había ninguna tradición en este oficio, pero el joven Pedro deja la escuela apenas con los estudios primarios (1931) y empezó a ejercer como aprendiz, en la parte más humilde de todas: trasladar la tierra para cocer a lomos de una borrica hasta el alfar; pero desde el principio, como él mismo ha explicado en varias ocasiones, comprendió que le iba a ser imposible estar toda la vida haciendo ollas y toricos, que no sólo había que cocer sino también vender, saliendo con esos productos a las calles, con el mismo pollino de antes, en cuyas alforjas se amontonaban los cacharros. Mientras, observaba atentamente lo que hacían los oficiales del taller.
Después de un año de aprendizaje el maestro le dio la oportunidad de elaborar su primera pieza y a eso se dedicó algún tiempo pero pronto sintió la tentación de aportar algún tipo de decoración a aquellas iniciales piezas que tenían solo el color del barro, sin más aditamentos. De esa manera empezó a experimentar con el raspado, técnica en la que llegaría a ser no solo un maestro, sino un auténtico innovador.
El paso siguiente es ocupar el torno y empezar a elaborar botijos y cántaros, que en principio tienen que seguir la línea marcada por la costumbre pero con los que pronto empieza a experimentar, buscando otras formas novedosas que rompan esa rutina. Ha de pasar la guerra civil y la siempre dura posguerra para que la personalidad de Pedro Mercedes quede definida y también sus propósitos. Comienza entonces la etapa de la experimentación personal, en un ir hacia delante que ha de transformar por completo el concepto de la alfarería nacional y, por supuesto, la conquense. Su inicial dedicación propia fue la de hacer botijos: en 1934 hizo el primero, una pieza pequeña y al año siguiente ya sabía hacerlos de todos los tamaños, pasando un grado más en la técnica del barro, la elaboración de orzas. En esa actividad rutinaria podría haber permanecido de manera indefinida, como tantos otros colegas, pues eso era lo que satisfacía el mercado, necesitado exclusivamente de objetos de inmediata utilidad en el hogar. Quizá el gran descubrimiento de Mercedes fue la intuición de que en un cierto momento esa necesidad de abastecimiento doméstico se vería sustituida por otros conceptos vinculados más al ocio, la decoración del hogar, la belleza, el arte, en suma. En ese momento, haría falta algo distinto a los tradicionales botijos, pucheros, vasijas y orzas.
En la Escuela de Artes y Oficios de la Diputación de Cuenca, bajo la mano de su profesor Fausto Culebras, descubre (1932‑1936) que su intuición era cierta y que, en efecto, se podían hacer otras cosas, incluso con el humilde barro. A diferencia de otros artesanos totalmente autodidactas, Pedro Mercedes adquirió alguna formación académica, durante su estancia en ese centro, en el que aprendió las nociones esenciales del dibujo y el dominio de la mano sujetando el pincel o el buril. Allí aprendió a tirar la línea de un solo trazo, habilidad técnica que luego le resultaría de importancia cuando decidió dar el paso importante hacia la creatividad en el barro. En 1937, por su cuenta, empieza a experimentar con decoraciones añadidas a la materia prima mediante el uso de un clavo, una navaja o una cuchilla con la que realizaba incisiones y punciones. Está descubriendo la técnica del raspado, que habría de popularizar y desarrollar en sus infinitos matices.
Comienza a investigar en las posibilidades de la decoración en relieve y a partir de 1939 entra con timidez en ese terreno, en el que llegará a alcanzar una maestría asombrosa, con la elaboración de estilizados cuadros en los que los animales aparecen mezclados con los seres humanos. Simultáneamente, contando con el soporte de su propia educación autodidacta, va dando forma verbal a un fantástico mundo en el que su férrea convicción religiosa combina elementos con figuras procedentes de la ficción mitológica o literaria. A través del relieve en barro, en platos, ánforas, vasos, placas, pequeños ceniceros y cuadros enormes, Pedro Mercedes ha elaborado toda una teoría propia, personal, imaginativa, de riquísimos ingredientes.

Ese proceso, sin embargo, estuvo a punto de sufrir una interrupción que hubiera sido desastrosa para el mundo del arte español: en 1945 su padrastro cierra la alfarería y abre un bar, “La Oficina” al que también se incorpora el joven Pedro, recién licenciado del servicio militar y necesitado, como todos los supervivientes de la reciente guerra civil, de ganarse la vida de la mejor manera posible. Sólo que, en este caso, le acompañan las vivencias que ya ha experimentado en el alfar, un sentimiento tan fuerte que termina por imponerse. Siente la nostalgia del barro, los dedos se mueven inquietos soñando con volver a amasar y moldear la tierra húmeda y la imaginación sigue dando vueltas al gran proyecto intuitivo: de sus manos puede salir algo más importante que un sencillo y doméstico botijo. La indecisión cierra su círculo en 1948, un mes más tarde de haber contraído matrimonio con Angustias. Trabajar el barro es lo suyo y a él vuelve, ahora ya para siempre, comprando su primer alfar, el único que ha tenido, a los pies del barrio de San Antón, frente al Júcar. Allí monta su propio taller en el que tiene un solitario ayudante, Josele, que le acompañará toda la vida.
La necesidad de recabar ingresos para poder vivir le obliga a elaborar continuamente cacharros de uso doméstico como ollas, especieras, jarros, botijos camperos (para llevar), cantimploras, el botijo de culo estrecho para poder situar en las canteras, alcuzas, etc., piezas a las que en Cuenca se ha añadido siempre el torico de barro, elemento popular y representativo por excelencia, pero resuelto, con modestia, este primer eslabón, en seguida, al año siguiente, se encuentra ya en condiciones de retomar la actividad creativa allí donde la dejó, en aquellos tímidos experimentos de su etapa juvenil. Recupera los ensayos que hizo con el raspado, experimenta, ensaya, busca y, finalmente, encuentra el camino por el que ha de penetrar, sin solución de continuidad, desde ese momento en adelante. Pero hasta 1957 tiene que seguir surtiendo al mercado de cacharros de uso doméstico; entonces, cuando ya siente una cierta seguridad económica, toma la decisión de dar el gran salto, el paso que habría de orientar su vida y su trabajo: abandona definitivamente la producción utilitaria para dedicarse en exclusiva a la alfarería artística.
Ahora llega la hora de la verdad. Experimenta, ensaya, juega con los instrumentos que le ayudarán en el raspado, estudia los problemas técnicos derivados de los baños de color sobre el barro, analiza los materiales, las texturas, juega con las tonalidades (en principio sólo utiliza el negro, luego aparecen otros colores), inventa las formas que ha de dar a esos nuevos cacharros cuyo destino ya no será almacenar productos caseros o ir al fuego de la cocina con recipientes para preparación de guisos. Esos objetos que está empezando a definir irán destinados a la ornamentación del hogar, donde cumplirán una finalidad estrictamente decorativa. Por ello, deberán ser, sobre todo, bellos, elegantes, sugerentes, imaginativos. La búsqueda de la belleza a través del barro será uno de los grandes propósitos constantes de Pedro Mercedes.
Definido su mundo en este aspecto, comenzó a continuación a introducirse en el ámbito de las formas y los volúmenes. El torico conquense de 17 piezas, modelo único, fue el centro de experimentación elegido por el alfarero para demostrar que incluso en algo que parece destinado solo al mimetismo, puede surgir un movimiento creador, si hay imaginación suficiente para ello. Caballos, ciervos, animales diversos, van configurando ese mundo mágico en el que el artesano de manos diestras y ojos escrutadores se sumerge en un ambiente de enriquecedora soledad, del que raramente sale, como en 1961, para hacer una exposición en Barcelona.
A medida que iba a avanzando en experiencia y también en seguridad económica, Pedro Mercedes comenzó a desarrollar el aspecto creativo, el más original de su obra, dando lugar a formas nuevas como la entremesera, el candelabro o la que habría de llegar a ser popularísima perdiz, pero lo que realmente va a caracterizar su trabajo es la incorporación de la técnica del raspado, que más adelante combinará con la aportación cromática. A ello se sumará el descubrimiento de las placas, cuadradas o rectangulares, con las que hará auténticas obras de arte.

Siente especial atracción por los animales, que mezcla desordenadamente pero con armonía en sus platos y placas. Atraído siempre por los murales de Altamira, reproduce esas imágenes en su propia obra, que llena de toros, bisontes, caballos pero también de seres fantásticos extraídos de la mitología o de su propia imaginación.
La apuesta es arriesgada pero cumple el objetivo. La indecisión dura poco tiempo: la reacción, la acogida, es muy cálida desde el comienzo. Apenas ha pasado un año o poco más y el nombre de Pedro Mercedes es citado en los círculos artísticos de Madrid como figura a seguir y buscar. Hay una cierta aureola mítica que le envuelve en seguida. Los intelectuales de la capital, quizá cansados de un ambiente cultural envuelto en las limitaciones propias de la época, descubren asombrados que en una cercana capital de provincia surge una verdadera fuerza de la naturaleza creativa, que con sus manos, solamente con sus manos, y utilizando una materia tan pobre como el barro, está transformando criterios y principios para entrar abiertamente en el territorio del arte.
Elogiado por Picasso y Dalí y valorado por la crítica como un auténtico artista, consigue el reconocimiento universal, reflejado en multitud de artículos en periódicos y revistas de todo el mundo. Sin embargo, siempre se negó a entrar en los canales habituales de comercialización de su obra, manteniendo la singularidad de recibir y atender a los clientes en el propio alfar del barrio de San Antón, lo que ha significado para docenas de personas una experiencia añadida, única, porque dotado de una sorprendente capacidad expresiva, Pedro Mercedes acaricia cada uno de los cacharros creados por su portentosa imaginación, a los que insufla vida propia a través de explicaciones de riquísima exuberancia que envuelven en imágenes de fantasía la bella configuración del barro cocido y raspado.
A partir de ese giro evolutivo, sin marcha atrás, la alfarería artesanal inicia su camino como creador, en un proceso para el que Pedro Mercedes abre horizontes a otros muchos que le seguirán en esa transformación del viejo comercio de la cacharrería en barro. Son años de profundas emociones, de vivencias extraordinarias: todo lo que bulle en su portentosa imaginación busca la manera de tomar forma mediante la persecución de la belleza. Sus manos, acariciando el barro en el torno o raspándolo con la navaja viven diariamente la inquietud de inventar figuras cada vez más silueteadas, más estilizadas, alejándose de los contornos oblongos que parecían consustanciales con la técnica alfarera y, cuando ya tiene el objeto definido, se acerca a la superficie con auténtica unción para dibujar, raspar, sugerir figuras, líneas, adornos que recogen ese mundo fantástico, mitad mitológico, mitad religioso que ocupa la mente del artista. Quienes han estudiado el trabajo de Mercedes apuntan cómo esa decoración tiene sobre todo un carácter simbolista, con apelaciones a los grandes principios de la ética occidental cristiana: el amor, la ternura, la justicia, la comprensión, el humanismo, la tolerancia, la amistad, la naturaleza en estado puro. No hay en ese mundo lugar para escenas torturadas, crímenes, tristezas, persecuciones o de odio. Incluso cuando recurre, con frecuencia, a la tauromaquia, un género que le apasiona desde niño, las escenas corresponden a lo que de bello y armonioso hay en la danza ritual entre el hombre y el toro: nada de sangre ni la crueldad de la muerte. Pero lo que sí hay, siempre, en todos los cacharros de Pedro Mercedes, como principio estético esencial, es la voluntad por cubrir todos los espacios susceptibles de ser raspados y decorados; lo que se ha llamado, en arte, “el horror al vacío”. Cada milímetro del cacharro recibirá el toque de la navaja para que nada quede en blanco.
De las manos del alfarero conquense salen auténticas aportaciones geniales: los platos redondos, cada vez de mayor tamaño, forma que hasta ese momento parecía reservada a la cerámica culta (Talavera, Manises) pero nunca a la del barro cocido; la perdiz, bellísima figura que se convertirá en la bandera simbólica de Pedro Mercedes; y finalmente, las placas, cuadradas o rectangulares, otra invasión audaz en un terreno también hasta ese momento reservado a los artistas pictóricos. Nunca un alfarero se había atrevido a hacer un cuadro de barro. Y están, también, todas las demás figuras que forman el mundo mágico surgido del alfar de Pedro Mercedes: jarras airosas con dos asas, jarrones verticales, cada vez más estilizados, botijas de siega (abombadas por una cara, lisas por la otra), ollas panzudas, ceniceros…
Pedro Mercedes ha sido el alma de su taller, el genio creador, pero no en solitario. Tras él, junto a él, una figura silenciosa, siempre en segundo plano, acompañó al maestro durante casi toda su vida laboral, desde que ambos entraron en contacto. José ha sido, por decirlo de alguna manera, el soporte material de esa obra gigantesca elaborada durante cincuenta años. Ellos mismos llegaron a acuñar una definición muy expresiva: “José hacía el cuerpo y Pedro ponía el alma”. Así nació una relación que duraría hasta la jubilación de ambos.

En 1966 recibió el premio nacional de alfarería en un concurso celebrado en Madrid. En 1985, Diario de Cuenca le concedió el título de “Popular del año”. En 1988 recibió la Medalla de oro de Castilla‑La Mancha y el 29 de junio de 1990 (día de San Pedro), la Medalla de Oro de la Ciudad de Cuenca. Se había jubilado laboralmente el año anterior. En marzo de 1993 su nombre fue impuesto al Instituto Politécnico Nacional de Cuenca. En 2007 ingresó como académico de honor en la Real Academia Conquense de Artes y Letras. Ya estaba jubilado cuando en 2008 realizó el cartel de la Semana Santa de Cuenca.
Pedro Mercedes no tuvo especial afición a participar en exposiciones, muestras ni ferias. De hecho, ha sido después de su jubilación y posterior fallecimiento cuando realmente su obra pasó a formar parte de un reducido circuito de exposiciones al público. Entre las más vistosas figura una en la Caja de Ahorros de Cuenca y Ciudad Real en 1991 y otra a finales del mismo año en la Mezquita de las Tornerías, en Toledo; al año siguiente, en Albacete, organizada por el Ayuntamiento de esa ciudad; en 2002 en el salón de plenos del Ayuntamiento de Cuenca y un año después en el Centro de Arte “Cruz Novillo”, también en Cuenca y, sobre todo, la exposición antológica de su obra organizada por la Diputación Provincial de Cuenca, en el antiguo convento de carmelitas, en junio de 1998. A lo que se debe añadir una muy especial, la dedicada su espectacular trabajo para el Mercado Municipal de Cuenca, celebrada en el Centro Cultural Aguirre en abril de 2007, ocasión excepcional para contemplar en directo esas placas que nunca llegaron a colocarse en su lugar de destino.
Referencias
Enrique Domínguez Millán, “El académico Pedro Mercedes”. La Tribuna de Cuenca, 21-04-2018, pp. 22-23 / José Luis Muñoz, El hombre que hizo hablar al barro. Catálogo de la exposición celebrada en el Centro Cultural Aguirre, del 26 de marzo al 21 de abril de 2007 / José Luis Muñoz, “El último cacharro del maestro alfarero”. La Tribuna de Cuenca (A salto de mata),20-11-2016, p. 5 / Carlos de la Rica, “El alfar de Pedro Mercedes”. Diario de Cuenca, 30-10-1977 / José María Tavera, “El patio del alfar”. Ofensiva, 22-09-1961 (reproducido de Solidaridad Nacional, Barcelona /