LUNA, Álvaro de

Cañete, h. 1390 / Valladolid 22‑06‑1453

Cañete, h. 1390 / Valladolid 22‑06‑1453

Uno de los más extraordinarios personajes nacidos en la provincia de Cuenca, habilidoso para escalar todas las gradas del poder hasta llegar a la cumbre absoluta, más allá del trono, de la que cayó en un infame cadalso donde pereció su cabeza junto con su ambición. Hijo de Álvaro Martínez de Luna, copero mayor de Enrique III y señor de Cañete, entre otras villas (Morata, Villanueva, Perujosa, Jubera, Cornago, etc.), y de María (Feernández de Jaraba o Urazandi, según unos u otros cronistas, confusión que seguramente se debe al uso alternativo del apellido de su padre, Pedro Fernández de Jaraba o de su madre, María de Urazandi/, llamada La Cañeta, esposa de Nicolás de Cerezuela, alcaide de Cañete y, como se ve, proclive a compartir la cama con su señor natural, sin mayores reparos. Su familia era aragonesa de origen, filiación que se cortó cuando el abuelo de Álvaro, Juan Martínez de Luna, se domicilió en Castilla tras haber prestado algunos favores al rey Enrique II. Huérfano a los siete años, el joven Álvaro fue encomendado a su tío Pedro de Luna, arzobispo de Toledo, quien le facilitó el acceso a la corte, en la que entró (1408) como doncel del rey Juan II, entonces aún en su minoría de edad (había nacido en 1405). Es obvio que un joven apuesto, inteligente, culto (buen poeta y elegante prosista), habilidoso con las armas, de trato afable y dinámico podría hacerse fácilmente con la voluntad de un niño que, aparte sus escasas dotes naturales para el gobierno, estaba en el centro de un conflicto de intereses personales, familiares y dinásticos.

Al entrar efectivamente a reinar (1419), Juan II encuentra el país castellano desmembrado entre señoríos feudales, mientras su propia persona es acosada por los Infantes de Aragón; de hecho, el rey estaba prisionero ‑o, si se quiere, en libertad vigilada‑, en Talavera de la Reina, hasta que su fiel Álvaro de Luna, con el pretexto de realizar una cacería, pudo organizar el 23 de noviembre de 1420 la fuga del monarca, que halló refugio en el castillo de Puebla de Montalbán, con lo que el autor de la estratagema recibió como premio el condado de San Esteban de Gormaz.

Los diversos cronistas de la época trazan un retrato del joven Álvaro de Luna que delinea con precisión sus características humanas, tanto en lo físico como en lo espiritual. De baja estatura, pero fornido de miembros, estaba capacitado para todo tipo de ejercicios propios de la época y era un buen jinete; poseía un ingenio vivo, juicio razonable, conversación agradable y despierta además de dotación suficiente para la música y la poesía. A lo que unía, como cosa lógica y natural en el ambiente al que accedía, una innegable capacidad para la intriga, la astucia y el disimulo. Convencido de la necesidad de fortalecer el poder real, reduciendo el que en la práctica ejercían los nobles, supo transmitir esta idea al joven monarca y con esos elementos a su favor, en muy poco tiempo se convirtió en el consejero y compañero indispensable, por más que la reina Catalina hizo algunos intentos para romper semejante relación, sin resultado efectivo, tanta era la dependencia que Juan II tenía de Álvaro de Luna.

Nos encontramos en un momento en que comienza la larga y dura pugna entre la corona (centralismo administrativo, apoyado por la burguesía urbana) y la nobleza (feudalismo rural asentado en estructuras agrarias y ganaderas). En definitiva, estábamos en el umbral del tiempo nuevo. La monarquía medieval da sus últimos coletazos y el renacimiento, no solo artístico, sino también (y sobre todo) de ideas y costumbres, apunta ya sus primeros indicadores.

En el centro de la tormenta, Álvaro de Luna. Tras la huida a Montalbán, emprende la reconstitución del poder real, convocando Cortes en Madrid (1422), de las que él mismo sale investido con el bastón de condestable y toma ya de manera efectiva el gobierno del reino, además de incrementar de manera considerable su fortuna y posesiones. De una manera firme y constante, va consolidando el poder real, a través del apoyo de las capas gremiales, comerciales y artesanas de las ciudades, mientras sortea la permanente intriga de la nobleza, en un juego dramático que se sucede con altibajos de fortuna: a veces los nobles logran su destierro a Ayllón (1427), pero la reacción del condestable (1430) logra la expulsión de Castilla de los Infantes de Aragón y, tras las treguas de Majano, su confirmación como árbitro absoluto de la política castellana, incorporando además el título de maestre de Santiago, a pesar de la abierta oposición, por no decir repugnancia, que desde el principio le manifiestan los miembros de la Orden santiaguista.

Sintiéndose fuerte en el poder, reanuda la guerra, ya casi olvidada, contra los musulmanes, obteniendo la brillante pero inútil victoria de La Higueruela, cerca de Granada (1431) y hace a su hermano Juan de Cerezuela obispo de Toledo, mientras él mismo, viudo de su primera mujer, Elvira de Portocarrero (se habían casado en 1420), contrae nuevo matrimonio con Juana de Pimentel, hija del conde de Benavente, enlazando así directamente con la nobleza a la que ansiaba pertenecer.

El progresivo engrandecimiento de sus dominios y prebendas culmina con la entrega por la corona del castillo de Montalbán (1437) que provoca ya abiertamente de nuevo la rebelión de los nobles, animados por el regreso de uno de los Infantes de Aragón, Juan, ahora rey de Navarra, lo que da lugar a una auténtica guerra civil interna (1437-1445). Para calmar las iras del poderoso colectivo, el acuerdo de Castronuño (1439) establece el destierro del condestable a Escalona lo que, en realidad, es una táctica de repliegue y reagrupamiento de fuerzas, a las que don Álvaro consigue incorporar algunas primeras figuras, como el príncipe Enrique, el marqués de Santillana y el obispo Lope de Barrientos, encargado de defender la importante plaza fronteriza de Cuenca, sin olvidar el apoyo, permanente aunque inestable, de las masas populares de las ciudades castellanas. Todo ello desemboca al fin en la espectacular salida del condestable a campo abierto, para derrotar a la nobleza, apoyada por los reyes de Navarra y Aragón, en Olmedo (19 de mayo de 1445). Recibe el condado de Alburquerque y el señorío de las villas de Trujillo, Medellín y Cuéllar, con lo que aumenta el número de sus vasallos, que bien pudieron llegar a ser veinte mil, sin contar el extraordinario incremento de su riqueza personal. Es, en suma, el primer ministro absoluto y todopoderoso.

Su desgracia, como en tantas otras ocasiones similares, empieza en un hecho casi fortuito y, desde luego, no previsto por el astuto gobernante. En 1447, Juan II, viudo de su primera mujer, María de Trastámara, decide contraer nuevo matrimonio; entre las posibles candidatas, el condestable apoya el enlace con Isabel de Portugal, sin imaginar que está entrando en la corte la que ha de ser su principal enemiga. En efecto, la nueva reina comprende pronto que su débil marido siempre necesitará una mano voluntariosa y firme que lleve las riendas del gobierno y deduce que no hay ningún motivo para que no sea ella misma la encargada de tal misión. Urde la trama en la que implica al príncipe heredero, Enrique y, naturalmente, a los vengativos nobles derrotados antes. Faltaba sólo el componente popular que hiciera perder a don Álvaro las simpatías con que contaba en el ámbito urbano. La subida de unos impuestos provoca una revuelta callejera en Toledo (1450), inmediatamente aprovechada por sus enemigos para desarrollar una campaña de desprestigio personal, en la que se acusa al condestable de todas las ambiciones humanas (que las poseía, evidentemente), de traición al rey y, en definitiva, de ser el causante de todos los males de la ya decaída Castilla, incluyendo entre sus presuntos delitos el de haber hechizado al rey para someterlo. El complot tuvo un resultado efectivo y por orden de Juan II, el condestable fue detenido y encarcelado en Burgos, mientras su familia buscaba refugio en Escalona.

El débil Juan II dio quizá su única prueba de voluntad intentando evitar la muerte de su hombre de confianza, pero para entonces la nobleza había aprendido de sobra que Álvaro de Luna, vivo, tenía suficientes recursos para obtener de nuevo el poder. Organizado el juicio sumarísimo, al que, como es fácil imaginar, entró condenado de antemano, el rey firmó su ejecución, que se llevó a cabo en la plaza pública de Valladolid, el 2 de junio de 1453, con todo el rito sangriento de la época: su cabeza permaneció clavada en la picota tres días. Craso error, porque el pueblo, voluble por naturaleza, volvió a recordar los tiempos de prosperidad que había impulsado don Álvaro en favor de la burguesía urbana y reclamó venganza contra los ejecutores.

Inicialmente fue sepultado en la ermita de San Andrés, como correspondía a un ajusticiado, de donde más tarde fue trasladado al convento de San Francisco, del mismo Valladolid, donde el condenado había pedido ser enterrado y, tras la muerte de Juan II, reivindicado su nombre por su antiguo colaborador, el jurista Gonzalo Chacón, a la capilla que el mismo condestable había erigido en la catedral de Toledo, donde ya estaba enterrado su hermano Juan de Cerezuela y en la que posteriormente también recibiría sepultura su mujer, Juana de Pimentel.

De «cuerpo pequeño e muy derecho, capacidad de invención, buen cabalgador, atrevido y esforzado en la guerra» fue descrito por sus contemporáneos. Aunque sobre las biografías de don Álvaro de Luna han flotado siempre los datos en torno a su ambición (un hecho incuestionable), lo cierto es que la crítica moderna valora mucho más su visión política al organizar un auténtico partido monárquico en torno al rey, sentando las bases para el desmantelamiento de la nobleza feudal, propietaria de los grandes latifundios agrícolas de Castilla, trabajo que poco después llevarán efectivamente a cabo los Reyes Católicos. «Gobernante celoso del bien público y de la gloria de su soberano» lo definió el cronista Gonzalo Chacón, el hombre de confianza de la futura reina Isabel. Seguramente, el gran problema de don Álvaro fue el de haber pretendido modernizar la monarquía cuando al frente de ella estaba un personaje como Juan II, indeciso, voluble y sujeto a cualquier influencia exterior. Álvaro de Luna se adelantó a los tiempos y eso le costó la cabeza.

                A don Álvaro se refería Juan de Mena en aquellos versos tan sentidos:

… Este cabalgó sobre la Fortuna

y domó su caballo con ásperas riendas.

            Mientras que Jorge Manrique, en las Coplas se pregunta por el destino que espera a la vanidad de las cosas humanas:

¿Qué se hizo el rey don Juan?

Los infantes de Aragón,

¿qué se hicieron?

amaina su amargura cuando, al llegar a quien había sido su gran enemigo, Álvaro de Luna, simplemente lo alude, dejándolo estar:

No cumple que de él se hable,

sino solo que lo vimos

degollado.

La figura de Álvaro de Luna aparece recogida en numerosos textos literarios, por Juan de Mena, Jorge Manrique o Cervantes y en otros expresamente dedicados a él, como Don Álvaro de Luna, tragedia en cuatro actos, de Santiago Sevilla; las comedias Próspera fortuna de don Álvaro de Luna y adversa de Ruy López Dávalos y Adversa ftuna de don Álvaro de Luna, de Mira de Amescua; Doctrinal de privados del Marqués de Santillana al maestre de Santiago don Álvaro de Luna, del marqués de Santillana; un bello romance del duque de Rivas, recogido en el volumen Romances históricos (Madrid, 1843, Romeral); la recreación histórica El condestable don Álvaro de Luna, de Manuel Fernández y González y tres novelas de Rafael Pérez y Pérez: El valido del rey, La bastarda del Condestable y El castillo de Escalona.

Hay una dimensión sumamente interesante en la vida del condestable, a la que habitualmente se presta poca atención, quizá por la excesiva que despierta su vertiente política. Y es que nos encontramos también ante un meritorio poeta, un escritor culto y elegante, un prerenacentista, amigo personal del marqués de Santillana, respetado y cantado por Juan de Mena y Jorge Manrique. De la obra de Álvaro de Luna hay muestras en el «Cancionero de Palacio» y en un volumen, verdaderamente raro: Libro de las claras y virtuosas mujeres, escrito hacia 1446, pero que permaneció inédito hasta 1891.

En cuanto a la “Canción número 3” del Cancionero de Palacio, el profesor Manuel Alvar, que lo editó en su libro Poesía española medieval, dice que es “una muestra de la gracia y decoro con que podía versificar”.

Ilustración: Retrato de don Álvaro de Luna, obra de Sancho de Zamora (1488), en la capilla de Santiago de la catedral de Toledo.

Referencias: Miguel Jiménez Monteserín, Personajes de Castilla-La Mancha. Ciudad Real, 1990; JCCM, p. 34 / Rodrigo de Luz y Luis Carretero, La Orden de Santiago y Cuenca; Cuenca, 1993, Diputación Provincial, pp. 222 y siguientes / José Serrano Belinchón, El condestable: de la vida, prisión y muerte de don Álvaro de Luna. Guadalajara, 2000; Aache Ediciones / César Silió, Don Álvaro de Luna y su tiempo. Madrid, 1935; Espasa Calpe.