FLORES, María del Carmen

MARÍA DEL CARMEN FLORES AIZPURU

M. Cuenca, 30-12-2020

Vivía en San Sebastián, estaba felizmente casada, regentaba con su marido una tienda de pesca cuando apareció en su vida un pintor tímido y bohemio que se ofreció a rotular el establecimiento. Se hicieron amigos y un día, todas las semanas, se reunían a comer juntos. Hasta que la mujer y el pintor se enamoraron y ella decidió abandonar casa y familia para seguirlo a donde quiera que fuese. Para entonces, a María del Carmen Flores ya todos la llamaban Flores y Bonifacio Alfonso era conocido solo por el nombre de pila y peleaba, día a día, por encontrar un estilo pictórico y un hueco en ese difícil mundo de las galerías y los museos. No pudieron casarse, porque en la España de Franco el divorcio no era posible. Vivían prácticamente con lo puesto, en el anonimato, hasta que un día, casi por casualidad, él consiguió vender un cuadro a un pintor llamado Fernando Zóbel, que a sus muchos méritos unía el de saber percibir a distancia dónde había un buen pintor y por eso los animó a que se unieran al grupo de artistas que estaba formando en Cuenca, al amparo del Museo de Arte Abstracto recién inaugurado. A continuación comenzó a llegar el éxito y con él mayores comodidades para poder vivir con desahogo y Flores se convirtió en el sostén emocional de la pareja, mientras Bonifacio, bebedor y vividor buscaba la forma de sumergirse a fondo en la vida, de cuyo devenir tumultuoso regresaba siempre para refugiarse en ella, que ejercía plenamente el papel de ama de casa. Preparaba la comida para Bonifacio y sus amigos, tenía la casa siempre totalmente limpia y reluciente, asistía en silencio a las alborotadas tertulias en que los artistas hablaban de arte y de política. Entonces fue cuando Flores empezó a llevar puesta, siempre, una bata blanca que se hizo famosa en todo el barrio antiguo de Cuenca.

Hasta que un día, tras vivir 22 años juntos, él la abandonó inesperadamente en 1986. Dijo que quería pasar más tiempo pintando en solitario, en Madrid y en su estudio, en la calle del Trabuco. Cuentan, quienes la conocieron bien, que ella quedó devastada, sin poder creer durante mucho tiempo, que había ocurrido tal cosa. Tras un periodo de angustia, en el que sólo hallaba consuelo saliendo con sus perros a dar paseos por los cerros próximos a Cuenca, encontró refugio en el trabajo. Lo hizo durante 20 años en la Posada de San José, donde ejercía como gobernanta y jefa de cocina. Jennifer Morter recuerda que era la primera en llegar y la última en marcharse cada jornada. Limpia, ordenada, detallista, regentaba la instalación como si fuera su propia casa, con elegancia, sin levantar jamás la voz. Y de esa forma, con una elegancia absoluta, vivió en soledad hasta el fin de sus días. Nunca tuvo rencor hacia Bonifacio, que tras la espantada inicial, la llamaba siempre, un par de veces a la semana, para saber cómo le iba. Hasta que él murió en 2011, cuando Flores tenía ya el cabello totalmente plateado y se hacía convertido en un símbolo viviente del casco antiguo de Cuenca, del que salía, todos los miércoles, para ir a la sesión del Cineclub. Le encantaban las películas del trasgresor Arturo Ripstein, director mexicano amigo de truculencias; siempre me preguntaba cuándo íbamos a poner otra película suya.

En la etapa final de su vida, Flores se dedicó a cuidar ancianos. Dice Devora Rogers que cocinaba para sus amigos y atendía a un círculo muy pequeño pero muy cercano. Cuidaba sus geranios y mantenía su hogar impoluto. Pasó la covid y empezó a mostrar síntomas de agotamiento senil. Falleció mientras dormía; sus cenizas fueron depositadas en el cementerio de San Isidro, cerca de donde están las del artista al que amó y quien hizo posible que ella viniera a quedar enraizada en Cuenca.

Foto: Jennifer Morter

Referencias: Devora Rogers, “La mujer tras el pintor”. Los Ojos del Júcar, 20-12-2021