CASADO TORRES, Fernando

Zafra de Záncara, 30-05-1757 / Murcia 25-02-1829

Nacido en humilde cuna de agricultores, aunque su familia podía presumir de añejos blasones antiguos, acertó a progresar en la vida gracias a sus propios méritos y evidente inteligencia natural. En algunos repertorios biográficos se añade a este personaje un tercer apellido, Irala, que al parecer correspondía a su bisabuelo materno, pero no a él mismo. De hecho, en ningún documento de los muchos que se conservan aparece mencionado ese apellido, que Fernando Casado no usó nunca. Huérfano de padre, fue la madre la que, con un esfuerzo ímprobo, pudo sacar adelante a sus hijos. La buena predisposición del niño fue descubierta por el maestro de su pueblo natal (en realidad, el cura párroco), quien la impulsó y recomendó para que pudiera seguir estudios al amparo de un familiar lejano, en el colegio de San Fulgencio, en Murcia. Como aquí también demostró el joven Fernando un evidente aprovechamiento, el párroco Collado Díaz lo recomendó a quien entonces era un destacado prohombre en Nápoles, el virrey Mateo Carrascosa, también natural de Zafra. De esta forma ingresó en el Colegio militar de Artillería, donde continuó progresando en los estudios, en las ramas técnicas, adquiriendo considerable destreza en cuestiones relacionadas con la artillería y la ingeniería; tan meritorio era ya su saber en esta materia que formó parte de la comisión que el rey Fernando de Nápoles envió a Rusia en 1773 para ayudar a la emperatriz Catalina en la guerra contra los turcos, periodo en el que Fernando Casado no sólo aportó sus conocimientos técnicos sino también alguna otra habilidad personal, visitando con cierta frecuencia la cama de la zarina, con gran disgusto del favorito, el príncipe Potemkin.

De regreso a España, recibió el encargo de cumplimentar una comisión informativa que le lleva a viajar a Hungría, Austria, Alemania, Suecia, Dinamarca, Holanda, Francia e Inglaterra para obtener información sobre los avances militares registrados en esos países, especialmente en el terreno de la Artillería, que él amplió en cuestiones referentes a las obras públicas hidráulicas, tarea en la que invirtió dos años (1786-1787) y de la que regresó habiendo engrosado sustancialmente su capital económico.

A continuación obtuvo el reconocimiento oficial como ingeniero naval a los 32 años; en 1788 aparece destinado como ayudante en las obras hidráulicas de La Carraca, en Cádiz, donde diseñó diversos elementos de nueva invención, como una máquina de sierras u otra para dragar los diques del arsenal. Este creciente prestigio le lleva a ingresar en la Armada como teniente de navío e ingeniero de Marina (1789), siendo enviado a continuación a Inglaterra para localizar materiales con los que desarrollar sus propuestas.  Al regreso se encuentra con el ascenso a capitán de fragata e ingeniero de segunda (1790) aunque se le ordena ir a Cantabria para dirigir las minas de carbón de Penagos (1791) y en octubre de ese mismo año asciende a capitán de navío e ingeniero jefe, en lo que sin duda es una meteórica carrera que tiene, además, la curiosidad de que nunca llegó a embarcarse en ningún buque para ejercer sus responsabilidades.

Al contrario, seguidamente recibe la misión de hacerse cargo de los hornos de fundición en La Cavada (Asturias) y sustituir en ellos el carbón vegetal por el mineral, aplicando su experiencia en este terreno, organizó la explotación de varios yacimientos mineros en la cuenca del Nalón y estudió la forma de hacer navegable este río, para el que diseñó un embarcadero que pudiera facilitar la salida del carbón en chalupas. En La Cavada montó una fábrica de hierro colado y aún completó su actividad con la instalación de unos altos hornos para separar en el carbón el alquitrán de la hulla (1793) y diseñó una fábrica de armas, a partir de la cual se construiría la futura fábrica nacional de Trubia. Durante el desarrollo de estos estudios y gestiones tuvo ocasión de entablar contactos e intercambio de opiniones con Jovellanos. Terminados estos trabajos en el norte, se le ordenó regresar a Cádiz (1794) con la intención de terminar de instalar la máquina de sierras que había diseñado y que realmente no pudo terminar al ordenársele volver a la corte y, de allí, a la dirección de las fábricas de artillería de Liérganes-La Cavada, en Santander (1796), nombramiento que coincide con su matrimonio con Josefa Martínez Errecarte.

La dedicación a los hornos de carbón tuvo para el ingeniero penosas consecuencias personales, al resultar afectados sus pulmones provocando en adelante una serie de dolencias que formarán parte permanente de su vida posterior. La vinculación con la Armada fue tan efectiva que alcanzó el grado de brigadier en 1796 y el de jefe de escuadra en 1815, siendo un perfecto ejemplo de técnico al servicio de la Marina o viceversa; desempeñó multitud de comisiones de servicio en el extranjero, lo que le permitió viajar y mantener contactos profesionales en Alemania, Suecia, Holanda, Francia e Inglaterra, participando de manera activa en el arreglo de límites entre España y Francia en distintas etapas (1799).

No le faltó tampoco una aproximación a la política, aunque parece que no fue muy intensa. Una enfermedad cuando se encontraba en El Puerto de Santa María (1810) le hizo trasladarse a Madrid pero fue hecho prisionero por las tropas de Napoleón cuando la Junta revolucionaria instalada en Cuenca le eligió diputado por la provincia para asistir a las Cortes de Cádiz, hecho que demuestra, desde luego, el reconocimiento público de que gozaba en su tierra natal. Para cumplir esa misión ideó una estratagema ingeniosa: pidió permiso al gobierno francés para poder viajar a Sevilla y le fue concedido, con la condición de que al llegar a la ciudad andaluza debería presentar como prisionero de guerra al mariscal Soult, con tan buen suerte que éste y sus tropas ya habían abandonado Sevilla, por lo que Casado pudo continuar viaje hacia su destino, presentándose ante las Cortes gaditanas el 31 de agosto de 1812, si bien parece que no llegó a ocupar de manera efectiva el escaño que le correspondía. De hecho, en principio fue aislado en El Puerto de Santa María en tanto se realizaba una investigación sobre sus posibles relaciones con los franceses, teniendo en cuenta el largo periodo que había permanecido colaborando con ellos. Finalmente recibió un certificado positivo el 19 de mayo de 1815 y como demostración de que había sido totalmente rehabilitado, fue ascendido a jefe de escuadra (almirante) el 28 de agosto de ese mismo año. Terminada la Guerra de la Independencia continuó con sus trabajos; fue elegido para formar parte de la Junta encargada de reconocer el estado de las murallas de Cádiz (1816), asunto sobre el que elaboró un informe personal (1817) mientras insiste en pedir permiso para trasladarse a Cuenca a reponer su quebrantada salud, pero lejos de concederle tal petición, es nombrado ingeniero comandante del arsenal de La Carraca (1817) aunque posteriormente sí es autorizado a viajar a su solar natal y a tomar los baños que puedan reponerle, periodo que invirtió en restaurar sus bienes, severamente dañados por la invasión francesa. Este periodo terminó con el nombramiento de comandante general de ingenieros de Marina (1820), con el encargo expreso de acometer la reforma de la bahía de Cádiz, a lo que se añade otra orden, la de pasar a El Ferrol a inspeccionar los trabajos de construcción de las fragatas Cortés e Iberia, que había sido proyectadas por él, misión que considera imposible de cumplir por su deteriorado estado de salud (1821). Sigue residiendo en Zafra, con esporádicas salidas para tomar los baños, e incluso sugiere la concesión de un permiso para acompañar a los reyes al enterarse de que planeaban una estancia en Solán de Cabras. Su situación personal empeora al producirse la muerte de su esposa, Josefa Martínez (1827) buscando seguidamente acomodo en la ciudad de Murcia, donde esperaba encontrar un clima más favorable para sus males pero que, finalmente, va a ser el lugar en que le encuentre la muerte (1829), unos meses después de haber sido distinguido con la cruz de San Hermenegildo (1828)

Mantuvo en todo momento su relación personal con la villa de Zafra, donde realizó cuantiosas inversiones, según cuenta de manera encomiástica Torres Mena: “Sobre los abolengos solares destruidos construyó una gran casa en el pueblo para habitación y acomodamientos agrícolas; una casa-posada y molino aceitero fuera, junto al Záncara; compró extensas propiedades rústicas; plantó entre peñascales y rocas un extensísimo olivar, para dar entretenimiento principalmente a los jornaleros ocioso y redujo a feraz cultivo la empantanada vega, recogiendo las extraviadas aguas y rectificando en parte el curso del río. Idólatra del trabajo, las personas laboriosas tenían en él una providencia, y un azote implacable las indolentes”. Comentario que figura detallado por completo en el libro biográfico de Octavio Cano, con relación expresa de los cuantiosos bienes acumulados por el brigadier, incluyendo la construcción de un auténtico palacio, conocido en el pueblo como la Casa Grande y coloquialmente “la casa del Rusiano”.Apunte personal al que se puede añadir otra faceta, la de coleccionista de obras de arte, llegando a contar con uno de los más completos patrimonios de su tiempo, incluyendo los heredados de su suegro, Sebastián Martínez Pérez, igualmente un importante coleccionista de arte, mencionado por Antonio Ponz, y que cita entre las obras cuadros de Tiziano, Leonardo da Vinci, Velázquez, Murillo, Ribera, Zurbarán, etc..

 Entre los episodios de su vida aventurera hay que citar los amores que mantuvo con la emperatriz Catalina de Rusia persona proclive, como es sabido, a buscar fuera del matrimonio los placeres que nunca le pudo proporcionar su marido, el débil zar Pedro III, un ser impotente física y mentalmente y del que Catalina se deshizo, finalmente, haciéndolo asesinar en 1762. La emperatriz ardiente, como algunos cronistas de sociedad la llaman (1729-1796) fue una mujer de aguda inteligencia, gran protectora de las artes y las letras y poseedora de una capacidad innata para el ejercicio del poder. Para completar su ciclo vital, le faltaba el calor personal que, por lo general, buscaba en los oficiales de su guardia. Por esa aventura o por simple admiración hacia su viaje al extremo oriental de Europa, Fernando Casado fue bautizado por sus contemporáneos como “El Rusiano”.

Bibliografía

José María Álvarez Martínez del Peral, “Conquenses ilustres”. El Día de Cuenca, 09-10-1926. / Octavio Cano Huélamo, El Rusiano. Almirante e ilustrado zafreño. Tarancón, 2002; Autor / José Torres Mena, Noticias Conquenses. Madrid, 1878; Imprenta Revista de Legislación, pp. 506, 840-842.

Iconografía

Osorio cita entre las obras que el pintor Eusebio Zarza en la exposición nacional de 1858 “expuso el retrato de cuerpo entero y tamaño natural del Sr. D. Fernando Casado de Torres” [Ossorio, Galería, 708].