CABRERA, Andrés de

Cuenca 1430 / Chinchón 04-11-1511

Bautizado en la iglesia de san Miguel, era hijo de Pedro López de Madrid, alcalde varios años de la ciudad de Cuenca en el periodo 1465-1470. La familia Cabrera procedía de la montaña cántabra, de Pumar de Maza, junto a Laredo, de donde pasaron a Castilla hacia el año 1320, llegando a Cuenca en 1391 Gonzalo Díaz de Madrid, para formar casa y hacienda. Su nieto, Pedro López de Madrid tenía ya asiento de hijodalgo en la ciudad conquense. Aquí empezó la actividad pública de Andrés, al tomar parte en la defensa de la ciudad frente a Diego Hurtado de Mendoza que pretendía el control de Cuenca para entregarla al rey de Navarra (1447). Seguramente animado por este episodio, aunque no era noble por su origen, el rey Enrique IV admitió al joven Andrés como doncel, recomendado por el primer marqués de Villena, Juan Fernández Pacheco, que era amigo de su padre, con quien siempre mantuvo buenas relaciones. Pero fue la firme lealtad al rey, en un ambiente de intrigas y conspiraciones, el principal mérito que le permitió ir recibiendo honores; primero, el de mayordomo del monarca; luego, una encomienda de la Orden de Santiago, el señorío de Sepúlveda y, al fin, el de Moya, en 1463, como recompensa al papel que había desempeñado Cabrera al organizar la estancia en Madrid del rey de Francia, lo que dio lugar a una fastuosa jornada de diplomacia y festejos. Se mantuvo junto a Enrique IV al surgir el levantamiento del príncipe Alfonso y trasladó esta fidelidad a la otra hermana del rey, Isabel, que previamente (1467) había gestionado el matrimonio de Cabrera con su dama de compañía, Isabel de Bobadilla, dando así lugar a la formación de una pareja clave en los sucesos que se avecinaban e incluso en el propio devenir de la monarquía. En efecto, llegaba el momento del estallido dinástico que había de degenerar en un remedo de guerra civil: la reina, Juana, ya había dado a luz a la infeliz princesa que había de ser conocida como La Beltraneja, a causa de la más que probable paternidad de don Beltrán de la Cueva, de forma que los años postreros de la vida del rey se desenvuelven en el dilema de ceder la corona a una hija presuntamente ilegítima o a su hermana de sangre, Isabel. En ese ambiente de intrigas y conflictos, parece que la intervención de Cabrera fue fundamental en la orientación de una salida al complejo problema, propiciando acuerdos entre el rey Enrique y su hermana, que se concretó en el encuentro de ambos en los Toros de Guisando (1468) tras lo que fue nombrado corregidor de Segovia y alcaide de su alcázar, acumulación de poder, no sólo aparente, sino efectivo, que despertó como era lógico el temor de otros nobles, a quienes globalmente podemos considerar afectos al bando de La Beltraneja y encabezados por el marqués de Villena, el antiguo amigo de nuestro protagonista

En esta tesitura, tan brevemente resumida, llega en 1474 la muerte del rey Enrique, cuya indecisión sobre la herencia monárquica se había visto agravada al final de su vida por el matrimonio de la princesa Isabel con Fernando de Aragón, unión impulsada por el bando nobiliario al que pertenecía Andrés de Cabrera y abiertamente denostada por el de Villena, contrario a la unión de los dos reinos, de manera que al producirse el óbito real no había un sucesor explícitamente declarado ni mucho menos reconocido por la nobleza. El dilema fue resuelto por la audacia de Andrés de Cabrera, desde su fortaleza segoviana, el 13 de diciembre, al proclamar reina a Isabel, entregando los tesoros del Alcázar al joven matrimonio. La subsiguiente guerra civil terminó, como es sabido, con la derrota del bando de La Beltraneja, que fue recluida en el castillo de Belmonte y la definitiva unión de los dos grandes reinos peninsulares.

Con aquella decisión, que venía a confirmar con hechos fehacientes la ya probada fidelidad del matrimonio hacia los todavía entonces jóvenes príncipes, comenzaba también la incontenible ascensión de la pareja hacia el poder y la riqueza, camino plagado de no pocas dificultades. En 1475, los habitantes de Segovia, alentados por el belicoso obispo Juan Arias organizaron un motín contra el corregidor, al que acusaban de algunos abusos, obligando a intervenir a la propia reina para apaciguar los ánimos. El 5 de junio de 1480, los reyes hicieron la merced de concederles el exorbitante regalo de 1.200 vasallos en los sexmos de Valdemoro y Casarrubios, ambos pertenecientes a la tierra de Segovia, lo que provocó la indignación popular. Como escribió el historiador segoviano Diego de Colmenares, “levantó el pueblo horribles voces abofeteando a los niños para que conservasen la memoria de esta reclamación”, que se mantuvo vigente durante generaciones hasta estallar finalmente, muchos años después, en el levantamiento de las Comunidades.  

No pareciendo suficiente aquella donación, que colocaba al matrimonio Cabrera-Bobadilla en un lugar de privilegio entre los nobles castellanos, pronto llegaría un nuevo paso ascendente: las Cortes de Toledo de 1480 acordaron la erección del marquesado de Moya. Recibió el título por privilegio firmado en la misma ciudad el 4 de julio de ese año, junto con medio millón de maravedíes perpetuos. De forma que, al morir la reina Isabel, perdió la alcaidía del Alcázar, que no tardó en recuperar como nuevo premio a su inagotable fidelidad: a la muerte de Felipe el Hermoso y asentada la idea de una presunta enajenación mental de su viuda, Juana la Loca, Cabrera lideró el movimiento en favor del retorno del rey Fernando a la regencia de Castilla durante la minoría de edad del príncipe Carlos, lo que efectivamente sucedió, recibiendo en prenda la fortaleza segoviana.

Murió Andrés de Cabrera poco después que su mujer, Beatriz de Bodadilla, con la que compartió no solo la vida personal, sino también la actividad política, en uno de los momentos más apasionantes de la historia de España, en el que ambos acertaron a desenvolverse con la extraordinaria capacidad y astucia propia de dos espléndidos representantes del Renacimiento. Su primer hijo, Pedro, ya había muerto antes que ellos, tras una corta vida aventurera y disoluta, hasta el punto de que sus padres llegaron a encerrarlo en una jaula en su castillo de Odón, de manera que el título de Moya lo heredó el segundo, Juan de Cabrera, caballero de Santiago; para el tercero, Fernando, fue el condado de Chinchón; Francisco fue obispo de Salamanca y estuvo acompañando al papa Clemente VII durante el saco de Roma; Diego, comendador de la orden de Calatrava, murió con opinión de santo y María casó con el conde de Osorno, Juana con Garci Fernández de Manrique e Isabel fue marquesa de Cañete. En la actualidad, el marquesado de Moya está unido a la Casa Ducal de Alba.

Para la posteridad dejaron en Cuenca varias iniciativas notables, como la fundación del convento de Santa Cruz, el 16 de julio de 1504, en Carboneras de Guadazaón, en el que dispusieron su enterramiento o el monasterio de Nuestra Señora de Tejeda, en Garaballa, del que se instituyeron como patronos el 13 de noviembre del mismo 1504. Por otra parte, a intervención suya concedió el rey Enrique IV a Cuenca los títulos de Muy Noble y Muy Leal.

Creó dos mayorazgos, el primero formado por la villa de Moya y sus aldeas, a favor del primogénito, Juan Pérez de Cabrera y Bobadilla y el segundo, a favor de su tercer hijo, Fernando de Cabrera, con el título de condado de Chinchón.

El historiador marqués de Lozoya describe de manera pormenorizada el escudo señorial de los marqueses, tal como están en el caserón segoviano que fue la residencia familiar: “Allí están la cabra rampante de los Cabrera, con los dos entalles con las armas reales añadidos en virtud de la regia merced, y los castillos incendiados y las águilas explayadas de los Bobadilla orlados, en virtud del mismo privilegio “con nuestros castillos e leones”. Flanquean el blasón unas badilas y unos extraños artilugios, que pueden representar la excusabaraja concedida a Andrés de Cabrera por otra carta fechada en Valladolid, en 1475, para que “la podades traer e traygades por insignia, e joyel, e divisas”.

Por su parte, Pinel y Monroy ofrece el retrato de su apariencia física: era de estatura más que mediana, de complexión fuerte y robusta, con ojos azules y vivos, el cabello liso castaño, las facciones regulares. Desde niño mostró curiosidad por conocer cuanto había a su alrededor; supo algo de latines y “ponía gran cuidado en dezir verdad, en ser puntual en el cumplimiento de las promesas, en no hazer ni tolerar injurias” y, ciertamente, parece que la trayectoria vital del primer marqués de Moya se ajustó con bastante precisión a estas características.

Referencias: José María Álvarez Martínez del Peral, “Conquenses ilustres”. El Día de Cuenca, 26 y 27-01-1927 / P. Molina Gutiérrez, “Formación del patrimonio de los primeros marqueses de Moya”; en La España medieval, 1989, núm. 12, pp. 285-304 / Francisco Pinel y Monroy, Retrato del buen vasallo; Madrid, 1677, Imprenta Real / Condesa de Yeves, La marquesa de Moya. Madrid, 1966; Cultura Hispánica.

Ilustración: Aguafuerte dibujado y grabado por Diego de Obregón para el libro de Francisco Pinel y Monroy, Retrato del buen vasallo, Madrid, 1677