Cuenca, 1302 / Viterbo, 23-08-1367
Casi ocho siglos después de su muerte, el cardenal Albornoz continúa siendo una figura estudiada y comentada. Su vida y su obra generan permanente bibliografía, en palpable demostración del interés que sigue teniendo una figura humana e intelectual verdaderamente apasionante, exacto precursor del Renacimiento. La memoria del cardenal pervive en el Colegio que él mismo fundó, en Bolonia. Como postrer agravio de la ignorancia, algunas citas presuntamente históricas (incluso en Cuenca) se empeñan en llamarle «Carrillo de Albornoz», apellido que nunca tuvo, entre otras razones porque se formó un siglo después de su muerte.
Miembro de la familia Albornoz, fue hijo de García Álvarez de Albornoz y de Teresa de Luna (la casa familiar estaba en la actual Ronda del Huécar), educándose en Zaragoza con su tío Jimeno de Luna, obispo de aquella diócesis, a quien siguió luego a Tarragona, cuando fue designado arzobispo. Hizo estudios superiores en Montpellier o en Toulouse (a partir de 1317 y hasta 1324), que debía ya tener terminados cuando le encontramos formando parte de la comitiva del príncipe Juan de Aragón, hijo de Jaime II, nombrado arzobispo de Toledo cuando tenía aproximadamente la misma edad que don Gil. Recibió el grado de doctor en Decretos (1323) y poco después (h. 1325), cuando ya era canónigo de Cuenca y arcediano de Huete, fue propuesto al papa Juan XXII para el obispado de Tarazona por el infante Alfonso, conde de Urgel y heredero de la corona de Aragón. Es obvio, por lo dicho hasta ahora, que existía una íntima relación entre los miembros de la monarquía aragonesa y el todavía joven sacerdote, que vio rechazada por el papa esta primera opción al episcopado, alegando la juventud del candidato propuesto.
No tuvo mejor suerte el segundo intento. En este caso, fue el cabildo catedralicio de Cuenca el que propuso el nombre de don Gil para ocupar la silla que había quedado vacante por muerte del portugués fray Esteban (1326), pero Juan XXII rechazó la elección alegando que en el turno de nombramientos esta ocasión era de reserva papal y no competencia del cabildo, aunque previsiblemente se ponía también de manifiesto una actitud molesta de la corte pontificia ante los retrasos tributarios que venía mostrando la diócesis de Cuenca. Como consolación, quizá, Albornoz recibió la dignidad de arcediano de Cuenca (1327) y cuando la diócesis volvió a quedar vacante (1330), el cabildo reiteró su postura anterior, volviendo a elegirle candidato a obispo, con la misma respuesta contraria del papado, ahora ya sin excusas de ningún tipo. Marchó don Gil, hay que suponer que debidamente irritado, hacia Aviñón, para entrevistarse con Juan XXII, sin que sepamos nada del contenido de la conversación. Como reflejo de este conflicto con el papa, el fuerte carácter del todavía canónigo conquense chocó con el representante designado para la diócesis, el obispo Juan del Campo, por lo que Albornoz decidió marchar a ocupar una canonjía en Toledo, con la más que posible idea de buscar otros caminos por los que desarrollar su no disimulada inteligencia, aprovechando que su tío y protector, Jimeno de Luna, había sido nombrado arzobispo de la diócesis primada, quien otorgó a don Gil la dignidad de arcediano de Calatrava (la misma que antes había tenido San Julián), a la vez que intensificaba sus relaciones con la corte aragonesa, sin desdeñar la de Castilla, donde fue consejero de estado de Alfonso XI. Representando a este rey asistió a la proclamación del papa Benedicto XII (1334), que le nombró su capellán, señal indudable del próximo cambio en los vientos que hasta entonces habían impulsado la vida del canónigo conquense.
Al lado de Alfonso XI realiza un rápido y eficaz aprendizaje en dos técnicas que luego aplicará con notable sabiduría en tierras de Italia: la política y la milicia. Entra a formar parte del Consejo Real, interviene como representante castellano en las negociaciones con Navarra por la disputa territorial del monasterio de Fítero y castillo de Tudejen (1336), es elevado al cargo de Canciller (equivalente a un actual primer ministro), por encargo del rey viaja a Roma como enviado especial con la intención de gestionar la obtención de rentas eclesiásticas con las que financiar una expedición con los musulmanes andaluces (1339) y participa activamente en la batalla del Salado (1340), conquista de Algeciras (1344) y sitio de Gibraltar (1350), levantado al morir el rey.
Para entonces ya era arzobispo de Toledo (desde 1338), diócesis en la que tuvo ocasión de aplicar su enorme espíritu organizativo, dictando destacadas disposiciones sobre la conservación de los bienes eclesiásticos y la reforma del clero, insistiendo de manera muy especial en la formación cultural de los aspirantes al sacerdocio, prohibiendo que pudiera recibir las órdenes sagradas quien no pudiera “saber explicarse por escrito” y promoviendo una serie de becas para enviarlos a estudiar teología, cánones y artes liberales en alguna Universidad. Editó también un catecismo dirigido a los párrocos como ayuda a la predicación y participó activamente en las Cortes de Alcalá (1348) que habrían de aprobar el Ordenamiento que a partir de esos momentos será una de las piezas básicas para regular el ejercicio del poder real en Castilla.
Por otro lado, en el ejercicio de su actividad arzobispal en Toledo fue tan enérgico y activo como en la vida civil. Reunió varios sínodos en los que se adoptaron disposiciones eficaces para llevar a cabo una de sus más firmes preocupaciones, mejorar la preparación intelectual y cultural del clero, impulsando conocimientos más profundos de Teología y Derecho canónico además de intentar controlar el entonces habitual amancebamiento de los clérigos.
Y en estas actividades políticas y religiosas en el ámbito castellano hubiera continuado, de no producirse un inmediato enfrentamiento entre Albornoz y el nuevo rey, Pedro I (que llegó al trono en 1350), cuyo espíritu arbitrario tenía que casar mal con la forma de ser del prelado, quien buscó refugio en la corte pontificia de Aviñón, donde fue recibido no sólo con los brazos abiertos por el papa Clemente VI, sino también con el capelo cardenalicio, bajo el título de San Clemente (1350) y el encargo de regir la Penitenciaría Apostólica (1352). No debió ser ajeno don Gil a la maduración del propósito papal de recuperar los territorios perdidos en Italia, donde la autoridad temporal del pontífice había sido reducida casi a la nada, ante el empuje de las ciudades. Aunque es imposible establecer aquí las confusas y por lo común contradictorias líneas por las que se movía la política italiana de la época, bastará con recordar que cada ciudad tenía su propia autonomía territorial, generalmente bajo el gobierno de una poderosa familia. Muchas de ellas habían sido feudatarias del papa, pero se habían liberado de tal servidumbre aprovechando los tiempos corrompidos en que se sumió la sede apostólica.
Albornoz, pues, renunció al arzobispado de Toledo para integrarse plenamente en la corte pontificia y fue designado Legado (1353) en la empresa, a medias bélica y a medias diplomática, de restaurar el poder temporal del papa en la península italiana, de donde había sido expulsados en 1309 y obligados a encontrar refugio en Aviñón. Comienza la campaña venciendo a Giovanni de Vico, obligado a firmar la paz y a entregar las plazas de Orvieto y Viterbo (1354); derrota a Malatesta en Ancona y conquista el ducado de Spoletto (1355); se enfrenta al poderoso Ordelaffi, contra el que predica una cruzada, conquistándole Cesena (1356) y poniendo sitio a Forli (1357). Pero en esta dilatada acción a campo abierto había descuidado la retaguardia política: los Visconti, de Milán, intrigando en Aviñón, habían logrado convencer al papa, a cambio de algunas promesas, de la conveniencia de sustituir a don Gil al frente de los ejércitos pontificios y, en efecto, fue llamado a la corte, si bien antes de abandonar la península reunió un parlamento en Montefiascone, al que presentó, redactadas de su propia mano, la Constituciones Aegidianae, promulgadas en 1357, de las que basta decir que estuvieron en vigor en Italia hasta 1816, regulando las relaciones entre las ciudades y el papado para comprender cuál es la extraordinaria importancia de este documento albornoziano.
Vuelto a Aviñón, retomó el mando de la Penitenciaría Apostólica, si bien por poco tiempo, el que necesitó Inocencio VI para comprender que el retorno de don Gil había interrumpido la recuperación de sus dominios y que las promesas de los Visconti eran inoperantes en la práctica, de manera que el cardenal fue enviado de nuevo (1358) al campo de batalla, donde continuó su obra guerrera con la misma eficacia: recuperó las ciudades de Siena, Orvieto, Viterbo, Cesena, culminó la conquista de Forli (1359), que completó con la de su querida Bolonia (1360) y emprendió decididamente la humillación de los Visconti, venciéndoles en Rosillo (1361) y Solarolo (1362), con lo que quedaron abiertas las puertas a las negociaciones de paz, firmada en 1364.
Concluida la lucha con las ciudades del norte de Italia, el nuevo papa, Urbano V, envía al cardenal Albornoz a completar la obra, como legado pontificio, pero por la vía diplomática, negociando con las poderosas ciudades de Pisa, Florencia y Nápoles, hasta conseguir de ellas el reconocimiento del derecho posesorio de la iglesia sobre las que habían sido sus tierras y estableciendo las sutiles líneas de relación de las ciudades con el papado así como formalizar un acuerdo con ellas para formar una tropa conjunta que pudieran poner orden en las frecuentes actuaciones de las bandas de malhechores que asolaban el territorio.
Por fín había logrado que el territorio pontificio regresara a la obediencia del papa. En junio de 1367 Urbano V volvía a entrar en sus estados, recibiendo de Albornoz la bienvenida en Viterbo, con la previsión de organizar allí una gran comitiva que entraría triunfalmente en Roma, como en efecto ocurrió el 16 de octubre, pero el cardenal no pudo llegar a verlo: como en una leyenda literaria, el destino regateó a don Gil la última y definitiva satisfacción y la muerte llamó a su puerta precisamente en mitad de esos preparativos.
La labor diplomática-militar del cardenal Albornoz ha sido enjuiciada por Miguel Jiménez Monteserían, asegurando que “se consagró a su tarea con arreglo a lo aprendido en la lucha contra los moros andaluces, actuando como un hombre de estado por completo independiente, extranjero al fin despreocupado del gusto con que en suelo italiano se buscaban soluciones de equilibrio y compromiso a los problemas políticos. De ahí la oposición de una curia mucho más inclinada a la diplomacia y de una Italia cansada de grandes proyectos y objetivos tanto como de los fastos guerreros. Los éxitos militares se vieron acompañados de fracasos, pactos y negociaciones y no cabe duda de que la eficacia mostrada por el legado llevaría a algunos de los magnates amenazados por sus tajantes actuaciones a conspirar cerca de los medios de la curia aviñonesa con la vista puesta en el relevo como legado del cardenal Albornoz”, lo que, efectivamente, ocurrió, siendo sustituido por Androin de la Roche, abad de Cluny.
Ordenó don Gil de Albornoz en su testamento que debía ser sepultado en la catedral de Toledo, en la capilla de san Ildefonso y en ella reposa para la eternidad este singular conquense, acogido en un espectacular túmulo funerario, cuya construcción fue ordenada por el propio cardenal. El cadáver descansó, inicialmente, cerca del de su venerado san Francisco, en la basílica de Asís. Con la implantación en Castilla de la nueva dinastía Trastámara en Castilla volvió la pujanza a la familia Albornoz que preparó el traslado de los restos, en 1372 hasta la catedral toledana, su antigua sede. Por bula de Gregorio XI (21 de septiembre de 1371) se concedió indulgencia plenaria a todos los que colaborasen en ese traslado. El paso del cortejo por Italia, Francia y España fue presidido por su sobrino Fernando Álvarez de Albornoz, que poco después de la muerte del cardenal fue investido como obispo de Lisboa (1369 – 1371), y luego arzobispo de Sevilla (1371 – 1378). Incluso el propio rey Enrique II de Castilla participó personalmente en el traslado.
Tres años antes de morir había obtenido de Inocencio VII licencia para testar y así lo hizo, ante el notario apostólico de Ancona, el 29 de septiembre de 1364, instituyendo como su heredero universal un Colegio de Estudiantes que ordena construir en la ciudad de Bolonia y cuyas obras comenzaron todavía en vida del cardenal, pero sin tiempo para verlas concluidas. Sin embargo, este fue el tema esencial que le ocupó en sus últimos días; todavía el 23 de agosto de 1367, vísperas de su muerte, otorga a sus albaceas las últimas instrucciones verbales. Fueron diligentes y el 12 de mayo de 1368 se agregan a los Estatutos las postreras disposiciones del cardenal. Una bula de Urbano V, emitida el 25 de septiembre de 1369, aprueba todo lo realizado y así nace a la vida legal la más longeva, perdurable y quizá prestigiosa entidad educativa aún existente en Europa.
A la iglesia de Cuenca, en la que empezó su vida religiosa como canónigo, el cardenal dejó una serie de bienes: 300 maravedíes para casar cien doncellas (a medias con Toledo); dinero para que se oficiaran dos mil misas por su memoria; al cabildo catedral «los molinos de harina y batanes que yo tengo en el río Xúcar» y también todas las posesiones de la dehesa de Envid; ordenó instituir dos capellanías perpetuas para la celebración de misas en la capilla en que están enterrados sus padres y a la que regaló un cáliz de plata, dos casullas, la cabeza de plata con las reliquias de san Blas y, sobre todo, «mi capa preciosa de obra inglesa» para cuyo uso estableció un detallado reglamento. Finalmente, y como detalle de minuciosidad suma, ordenó que se devolviera al templo conquense «la Biblia de mayo y Santo Tomás sobre San Lucas y San Juan que de ellos recibí y tenía por mis días».
Hay un retrato de don Gil en la Galería de los Uffizzi, en Florencia, en que aparece vestido de caballero renacentista y una estatua con su figura en el Colegio de Bolonia. En la catedral de Toledo se encuentra su monumento funerario.
Bibliografía: José María Álvarez Martínez del Peral, “Conquenses ilustres”. El Día de Cuenca,16 a 26-04-1927 / Álvaro de Figueroa y Torres (conde de Romanones): El cardenal Albornoz. Madrid, 1942; Real Academia de la Historia / Antonio Herrera García, “El cardenal Albornoz, “primitivo” de Europa”. Diario de Cuenca, 07-05-1966 / Pedro Miguel Ibáñez Mastínez, Pedro Miguel: Arquitectura y poder. Espacios emblemáticos del linaje Albornoz en Cuenca. Cuenca, 2003; UCLM / Miguel Jiménez Montesería, “Gil Álvarez de Albornoz”, en Personajes de Castilla-La Mancha; Toledo, 1990; Junta de Comunidades, p. 26 / Mateo López, Memorias históricas de Cuenca y su obispado. Edición de Ángel González Palencia. II) Cuenca, 1954, pp. 127-128 / Duque del Infantado, El Cardenal Don Gil de Albornoz y su Colegio Mayor de los Españoles en Bolonia. Madrid, 1944; Autor / A. Redondo Calvo, “Del testamento del cardenal Gil de Albornoz”. Cuenca. Ofensiva, núm. 1587, 11-09-1955
Fotografía: Retrato anónimo en el Museo del Prado, Madrid