Palomares del Campo 1466 / Castilnovo, Italia, 17‑01‑1540
El nombre conquense más eximio de cuantos participaron en las guerras imperiales en Italia era nieto del cuarto señor de Valverde e hizo sus primeras armas durante la conquista de Granada (1492), en compañía de sus tíos Pedro Ruiz de Alarcón (que murió en el asalto a Coín) y Martín de Alarcón, ocasión en la que mostró un considerable arrojo y valentía, circunstancias que despertaron la atención del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, a cuyas órdenes militó a continuación, siguiéndole en la aventura mediterránea, que el conquense inició en la campaña de Nápoles. A partir de ese momento, Hernando de Alarcón está presente, en forma destacada, en las más importantes citas bélicas que se producen en la península italiana, a la que llevó su experiencia en la lucha de guerrillas que había practicado con acierto en los riscos de la sierra granadina y que ahora aplicó con similar fortuna en la de Calabria (1495), acción que completó expulsando a los turcos de la isla de Cefalonia (1501). Con estos felices antecedentes se incorporó ya de forma plena a la lucha abierta entre las diversas facciones, de alianzas cambiantes, que pugnaban por el dominio de la península italiana, en la que tanto interés tenía entonces la corona española. Fue así como llegó para él la gran ocasión del combate en el río Garellano (1503), por la que recibió el distintivo de Señor. Pasó luego a África, peleando en Trípoli a las órdenes de Pedro Navarro, en un asalto durísimo que culminó el 25 de julio de 1510 con el triunfo de las tropas imperiales, participando en la conquista de Bujía y en la sumisión de Túnez. Pero Italia estaba llamada a ser el núcleo central de su espíritu aventurero, y a la península volvió tras una breve estancia en España, llamado por el rey.
No era fácil de ejercer el dominio hispano en la fragmentada Italia que se disputaban el emperador Carlos y el no menos ambicioso Francisco I de Francia, sin olvidar los intereses temporales del Vaticano. En ese conflictivo ambiente, el ánimo belicoso de Hernando de Alarcón encontró reiteradas ocasiones de probar su astucia y valor, ganando sucesivos títulos y alguna herida que otra, como en Rávena (11 de abril de 1512), donde a la derrota de sus tropas y el dolor de la sangre propia se unió la humillación de ser hecho prisionero de los franceses. Ampliamente se sacó la espina más tarde, participando en la victoria de Pavía (24 de febrero de 1525), batalla en la que mandaba la vanguardia con la que rompió la escolta del monarca galo y tras la que recibió el encargo de custodiar a un insigne preso, el mismo Francisco I, delicada tarea que, según las crónicas, llevó a cabo con la firmeza propia del caso, junto al respeto debido al personaje. El premio fue el título de marqués del Valle Siciliano, con el que regresó nuevamente a la corte castellana.
Pero no era su destino el ambiente cortesano y tan pronto se reactivó la rebelión en Italia volvió al escenario que tan querido le era, tomando parte muy activa en el polémico asalto de las tropas imperiales a Roma (1527), que tuvo como consecuencia directa el encarcelamiento del papa Clemente VII, en el castillo de Sant’Angelo. Nuevamente fue Alarcón el encargado de custodiar al destacado prisionero, asunto que desempeñó con el mismo tacto y prudencia que antes ya había demostrado con el rey francés. Más tarde fue llamado personalmente por Carlos I para que le ayudase en la gobernación de Túnez, tras la cual consideró el emperador que había llegado el momento de conceder a su fiel capitán un momento de descanso, entregándole un encargo honorífico, el virreinato de Calabria, junto con el hábito de la Orden de Santiago. Pero para entonces, Hernando de Alarcón era ya un viejo achacoso, sacrificado su cuerpo por docenas de heridas, de forma que apenas si pudo ejercer la alta misión política que se le había confiado. En su fortaleza de Castilnuovo, cerca de Nápoles, llegó la muerte a este conquense, el más destacado de cuantos tomaron parte en la aventura imperial por tierras de Italia. Julián Zarco resume su biografía con una nota lapidaria: ”Fue el terror de sus enemigos y padre de sus soldados” (Zarco, Relaciones II‑258).
Aunque en principio Hernando de Alarcón había previsto ser enterrado en la iglesia de Palomares del Campo, donde hizo los preparativos para la tumba, las discrepancias entre su hijo natural Fernando (tenido de los amores del capitán con Juana de Aragón, viuda del rey Fernando II de Nápoles) y su hija legítima Isabel (que sí residía en Palomares) torcieron finalmente aquél propósito y el militar fue enterrado en Italia.
El sepulcro del capitán Alarcón puede aún visitarse en la basílica de San Giacomo de los Españoles, en Nápoles, situada en una zona frente al puerto y en las inmediaciones del ayuntamiento. La primera piedra del edificio se puso el 11 de junio de 1540, con proyecto del arquitecto Manlio siendo dirigida la obra por el arquitecto Ferrante. Se trata de una iglesia de tres naves, en estilo jónico y la iniciativa de la construcción fue asumida por la denominada Obra Pía a favor de los españoles pobres, que más tarde se transformó en la Confraternidad del Santísimo Sacramento. A la izquierda del altar mayor existe una capilla denominada de Santa María de la Victoria, que rememora la de Lepanto; en el centro del suelo está sepultado Hernando de Alarcón bajo una losa que proclama la personalidad del enterrado. En una lápida inmediata, María Beatriz de Alarcón y Mendoza, marquesa de la Valle Siciliana y princesa de Torelia, situó en el año 1808 otra leyenda: “Capilla que el español Fernando Alarcón marqués de la Valle Siciliana mandó construir su cimientos cuya nobísima. i exmia. hija Isabel terminó en 1536”.