Toledo h. 1128 / Cuenca 28-01-1208
Segundo obispo de Cuenca y patrón de la diócesis.
La confusión propia de los tiempos en que nació y la falta de documentación escrita acompaña y envuelve en cierto misterio el origen de quien había de ser obispo y santo patrón de Cuenca. Durante años se ha alimentado, como tradición contrastada, que nació en Burgos en 1128, utilizando referencias hagiográficas que, en muchos casos, son imposibles y ponen de relieve una clara distorsión de los hechos reales. La realidad es que la investigación contemporánea ha podido establecer que nació en Toledo, en el seno de una familia mozárabe.
Durante tres siglos, la vida y actividad del obispo Julián de Cuenca permanecen en un silencio absoluto, sin que nadie parezca interesado en destacar acciones o milagros que hubiera podido realizar. Hay que esperar a que se produzca un notable movimiento político-religioso promovido por la dinastía de los Austria, a partir de los Reyes Católicos (luego lo veremos) para que la figura del segundo obispo de Cuenca emerja del silencioso olvido en que estaba envuelta y salga al primer plano para encontrar protagonismo, devoción y santidad, méritos que, a falta de datos, sus biógrafos rehacen con ayuda de mucha imaginación. El primero de todos, Francisco Escudero (1589) y tras él Bartolomé de Segura (1599), Juan Bautista Valenzuela y Velázquez (1611), Juan Antonio de Santa María (1686) y, sobre todo, Bartolomé Älcázar (1692) diseñan un san Julián en el que siempre se oculta su apellido Ben Tauro y sus orígenes de mozárabe toledano, consagrando así una figura que luego otros muchos hagiógrafos, con Mateo López (1802) y Trifón Muñoz y Soliva (1860) en cabeza se encargarán de ratificar y popularizar hasta llegar a los tiempos actuales.
Sin embargo, ya a comienzos del siglo XX la inteligente labor investigadora de Ángel González Palencia había descubierto, entre los documentos referidos a los mozárabes toledanos de los siglos XII y XIII conservados en la catedral primada, una compraventa de unos terrenos entre el arcediano de Calatrava, Julián ben Tauro y el abad del monasterio de Santa María de Husillos (1195). Ese fue el punto de partida para establecer la personalidad precisa de quien habría de ser obispo de Cuenca.
Las investigaciones modernas, singularmente las realizadas con profusión y conocimiento por Miguel Jiménez Monteserín han profundizado en aquellos primeros indicios hasta configurar con bastante certeza los primeros aspectos de la biografía, dando por cierto su nacimiento en Toledo, en el seno de una familia mozárabe. Las primeras referencias a las que podemos dar credibilidad de certeza lo sitúan como estudiante en la universidad de Palencia, donde consiguió los grados en Filosofía y Teología, cuando debía tener alrededor de los 25 años. Formó parte, por consiguiente, de un grupo de clérigos ilustrados e instruidos, especie poco frecuente en la Iglesia castellana medieval. Parece igualmente cierto que en la década siguiente viajó por la mayor parte del territorio peninsular, incluyendo la gobernada por los musulmanes, en cuya capital, Córdoba, debió profundizar en sus conocimientos filosóficos. Este periplo le concedió notable fama de predicador, hombre inteligente y sacerdote piadoso.
En 1191 se encontraba en Toledo; el nuevo arzobispo, Martín López de Pisuerga, le otorgó el cargo de arcediano de Calatrava, responsable de implantar la religión en las alejadas tierras manchegas fronterizas con el califato musulmán donde, sin duda, adquirió experiencia como clérigo de frontera. En esa misión debió conocer al rey Alfonso VIII, con quien muy posiblemente colaboró en la desdichada batalla de Alarcos (1195) que, sin embargo, debió servir para que el joven monarca valorara las cualidades del arcediano, de manera que al fallecer el primer obispo de Cuenca, Juan Yáñez, el rey encomendó a Julián la silla episcopal de la todavía joven diócesis conquense. Fue consagrado en el mes de junio de 1198 en la catedral de Toledo por el mismo ya citado arzobispo y en agosto ocupó su puesto diocesano en Cuenca, ciudad a la que llegó acompañado de otra figura legendaria, su criado Lesmes.
La disyuntiva en torno a su previsible origen toledano y mozárabe tiene mucho que ver con la situación religiosa y política en aquellos tiempos. Las victorias conseguidas de manera continuada por las tropas cristianas llevaban consigo la inmediata colonización y cristianización del territorio conquistado. En esa política, el grupo social y religioso formado por los mozárabes (cristianos de origen y lengua árabe, con una liturgia propia diferenciada) representaba un elemento intruso pues venía a romper la homogeneidad pretendida por la corona. En el principal núcleo mozárabe de Castilla, Toledo, los arzobispos, todos ellos de origen francés después de 1085 y durante casi un siglo, marginaron a la colectividad mozárabe a tareas secundarias impidiendo que sus miembros pudieran ocupar puestos de responsabilidad. Esa tendencia la rompió finalmente el arzobispo Martín López de Pisuerga (1192-1208) intentando promover la integración del grupo mientras que el papa Inocencio III (1198-1216) emitía instrucciones para intentar el retorno de grupos mozárabes que habían sido deportados al norte de África.
En esa situación aparece el nombre del mozárabe Julián ben Tauro en la catedral primada. Es previsible, y esta es la hipótesis que justifica la dubitativa atribución sobre su origen, que en la sociedad conquense, especialmente en el cerrado ámbito del cabildo catedralicio, no gustara en absoluto la filiación mozárabe del nuevo prelado y surgiera así, quizá de manera improvisada, la tendencia a situarlo en otra diócesis nada dudosa en cuanto a su firme cristianismo, como podían ser las de Palencia, Soria, Osma, Ávila o Burgos, y a esta última se adjudicó el origen de Julián, de quien, por cierto, nunca se menciona su apellido: los documentos ocultan el previsible ben Tauro original, pero tampoco se atreven a adjudicarle otro de rancia prosapia castellana. La situación no solo se mantuvo, sino que fue acentuada cuando en el siglo XVI se dieron los primeros pasos hacia la canonización; en esos tiempos ya estaban en furibundo vigor los procedimientos encaminados a examinar la pureza de sangre de los ciudadanos. Un Julián con raíces árabes difícilmente hubiera podido pasar el análisis inquisitorial y de esa manera quedó consagrada la ascendencia burgalesa.
Sobre la actividad de Julián en el territorio conquense que en este tiempo todavía era objeto de luchas entre cristianos y musulmanes, planea también más la leyenda que la historia. La fama de limosnero que le ha acompañado siempre, se mantiene hoy todavía en pleno vigor, como las alusiones a su permanente actividad elaborando cestillos de mimbre en la cueva de El Tranquilo. Incluso su biógrafo más exigente, Jiménez Monteserín lo valora: “La impronta de un gobierno eclesiástico eficaz y prudente hecho de gestos numerosos de generosidad y concordia, se enlazará luego en la memoria de la comunidad creyente con la veneración de unas singulares virtudes cuya cifra y resumen será la caridad, laboriosa por singular excepción”. Igualmente, los cronistas diocesanos -con Mártir Rizo, Mateo López y Muñoz Soliva a la cabeza- no han ahorrado alusiones a la actividad milagrera que uno de ellos, por ejemplo, sintetiza así: «Su vida era de santo, repartiendo Dios prodigios y maravillas por su intercesión. Cuando entró en Cuenca estaba infestada de peste y las súplicas, oraciones y penitencias de San Julián fueron tan eficaces que Dios aplacó su ira; y dicen sus historiadores que estando en oración en su Santa Iglesia, acompañado de algunos de los prebendados, se oyó una voz del cielo, por ministerio de los ángeles, que decía: Por los ruegos de vuestro obispo tiene Dios a bien de que cese esta plaga; enmendaos de vuestros pecados. Y que inmediatamente se purificó el aire y cesó la peste».
En un terreno más práctico y material hay que atribuir al obispo Julián la organización administrativa de la diócesis, para lo que realizó numerosos viajes por el nuevo territorio provincial, la elaboración del primer Estatuto del cabildo catedralicio (1201) y el comienzo de las obras de la catedral. En cambio hay total opacidad en cuanto a su implicación en la vida activa de la monarquía, algo verdaderamente sorprendente. El nombre del obispo de Cuenca no aparece nunca refrendando con su firma las disposiciones reales, en la que sí figuran otros muchos prelados; tampoco hay noticia de que participara en las aventuras bélicas de Alfonso VIII, al que con toda razón debería haber acompañado en alguna circunstancia, como hicieron otros muchos obispos. Lejos de tal cosa, la figura de Julián ben Tauro se circunscribe exclusivamente a su diócesis conquense.
Es tradición indiscutida que en el momento del tránsito a la vida eterna, Julián de Cuenca fue recibido por María Santísima, acompañada de un coro de ángeles; la misma virgen puso en sus manos una verde palma y de esta forma representa la hagiografía posterior la figura santificada. Su cuerpo fue depositado en principio en la capilla de Santa Águeda, que estaba cerca de la Capilla Mayor antes de que se reformara el templo para instalar el nuevo coro, en el pilar del crucero donde ahora se encuentra el púlpito del lado de la Epístola. A partir de entonces, la memoria de Julián y sus virtudes permanecieron latentes, pero sin que se produjera ningún reconocimiento especial, menos aún el de la santidad. Fue preciso esperar varios siglos para que ya avanzado el XV, al amparo de las nuevas implicaciones religioso-políticas que impregnan la monarquía castellana (recordemos: es el tiempo de los Reyes Católicos) cuando la devoción popular recupera la figura del obispo y empieza a adjudicarle méritos de santidad. La oportunidad es aprovechada de inmediato como uno más de los elementos a considerar en la permanente lucha contra moriscos y herejes, porque “lo que importaba era precisamente subrayar lo paradigmático de su comportamiento, la similitud reconocible entre su vida y la del puñado de santos ya señalados como inequívocos modelos de perfección a imitar”, y de esa forma Don Julián es recuperado del silencioso estado en que permanecía desde su muerte y pasa a engrosar el repertorio de los santos.
San Julián recibe culto ininterrumpido en la catedral de Cuenca desde el año 1471, fecha que se puede considerar como la de su canonización a pesar de no existir constancia alguna documental de que se produjera tal declaración canónica pero sí es cierto que, desde ese momento, el sentido popular es el de considerarlo santo autor y favorecedor de situaciones milagrosas. Una primera consecuencia práctica es que al amparo de su creciente popularidad, la capilla de Santa Águeda fue considerada inadecuada propiciándose el traslado a otro lugar más acorde con la nueva situación.
El 17 de enero de 1518 se llevó a cabo un primer descubrimiento del cuerpo de san Julián, siendo obispo de Cuenca el cardenal Rafael Riario, en una solemne ceremonia en que se testificó la autenticidad de los restos incorruptos que allí se conservaban; el día 29 por la noche, con asistencia de representantes de todos los estamentos sociales de la ciudad se llevó a cabo una exposición pública del cuerpo «para que todos lo viesen y admirasen su milagrosa conservación», dice Mateo López. El lunes primero de febrero se hizo una extraordinaria procesión, llevando el cuerpo por las calles, ante la expectación general y, siguen contando los cronistas, durante todo ese tiempo se produjeron numerosos milagros. Finalmente, el cuerpo quedó depositado en el altar que se le había preparado, en la Capilla de la Reliquia, adosada a la Mayor, el 11 de abril, en una caja de madera que en 1695 fue sustituida por un arcón de plata.
No mucho más tarde, el cardenal Alejandro Cesarino, a la sazón obispo de Cuenca, junto con el cabildo, pidió al papa Paulo III que se promoviera la correspondiente información encaminada a la santificación efectiva de Julián. Por Breve pontificio de 8 de junio de 1540, se encomendó dicha labor al cardenal Juan de Tavera, arzobispo de Toledo y a dos canónigos conquenses, Reinaldo y Alonso Carrillo. Todos ellos coincidieron en considerar comprobada la acción milagrera del obispo, por lo que el papa Julio III, en Breve de 5 de junio de 1551 estableció el rezo propio de San Julián para el día 5 de septiembre de cada año, a lo que se añadió, por decisión de Clemente VIII firmada el 18 de octubre de 1594, el rezo propio del día 28 de enero. Finalmente, la Sagrada Congregación de Ritos decidió el 12 de julio de 1672 que la fiesta de San Julián se celebre en su día en todas las iglesias españolas. Con todo ello, la figura del patrón de Cuenca alcanzó en esa época convulsa y magnífica, que coincide en arte con la explosión del barroco, una extraordinaria importancia religiosa y política. La España de los últimos Austrias, envuelta en cien combates en todo el mundo, agobiada por las presiones militares, las necesidades económicas y la oposición luterana, necesitaba figuras como san Julián para robustecer la confianza interior en ese dueto indisoluble que formaban la Corona y la Iglesia. Uno tras otro, Felipe II, Felipe III y Felipe IV vinieron a Cuenca, y se postraron a los pies de san Julián, coincidiendo con la época en que se declaran demostrados la mayor parte de los milagros atribuidos al santo. De esta forma tan directa, contribuyó el segundo obispo conquense a fortalecer el mantenimiento de la monarquía protegida por Dios, a la vez que se daba forma definitiva a una figura de inconmensurable dimensión interior, porque, como dice Jiménez Monteserín, “al reconocerlo como celestial patrono en sucesivos momentos de singular dificultad, los cristianos conquenses se han ido mirando en el espejo ideal de aquel solícito pastor temprano, desprendido en lo material y harto celoso de su complejo cometido pastoral. Tan solícita como eficaz la intercesión a favor suyo experimentada, liturgia y piedad han venido así sustentando la relación filial mostrada por clero y fieles hacia San Julián, proclamando su carisma de obispo ejemplar, celoso y limosnero”.
Adornada ya de todas las consideraciones que corresponden a la santidad, la figura de san Julián recibió su definitiva dignificación cuando la urna con su cuerpo fue instalada en el Altar del Transparente, que acababa de ser construido en la parte posterior del altar mayor de la catedral, con diseño de Ventura Rodríguez. Sucedió tal cosa el 8 de septiembre de 1760 y con ese motivo hubo fiestas sonadas en la ciudad durante varios días, sin que faltaran músicos venidos de Madrid, gigantones y función de pirotecnia; desde entonces, la peculiar disposición de este altar, visible por ambos lados, permitió la visión de la urna de plata por parte de los fieles. Allí permaneció hasta que un aciago día de 1936, la turba revolucionaria, movida quién sabe por qué palabras ni con qué intenciones, puso fin en unos minutos a la larga y amistosa relación de san Julián con el pueblo de Cuenca. Unos desalmados bajaron la urna, la destrozaron y prendieron fuego a los restos del obispo patrón, en el patio del palacio episcopal. La profanación del cuerpo de un ser humano es siempre un acto injusto, cruel e innecesario; lo fue también, y quizá con mayores motivos, el del segundo obispo de Cuenca, que además llevó consigo la desaparición del arcón de plata, sobre cuyo destino nunca más se ha sabido. Tras el incendio del cuerpo, el portero del palacio episcopal Manuel Torrero Lavisiera recogió las cenizas que pudo y 37 restos de huesos que habían podido resistir a las llamas. Él mismo contó después que lo escondió todo debajo del colchón de la cama en que dormía y en la mesita de noche, donde permanecieron durante toda la guerra civil. Terminada la contienda, el 28 de enero de 1940 fueron trasladados los restos a la Escuela del Instituto de Medicina Legal de Madrid para ser analizados y autenticados, volviendo a Cuenca en 1945. Los restos del santo fueron depositados en una nueva arquilla, mediante acta firmada por el obispo de Cuenca, Inocencio Rodríguez Diez, el 19 de octubre de 1945, para ser depositada en el mismo lugar en que había estado y en el que hoy puede ser contemplada de nuevo.
Con independencia de su actividad pastoral, que parece evidente, hay que señalar en la figura de san Julián otra dimensión no menos interesante: la derivada de su papel político, al ejercer la autoridad civil, militar y tributaria sobre un amplio territorio de la naciente provincia, con unos puntos muy específicos: los castillos de Monteagudo y Paracuellos, que formaron la línea defensiva hacia las tierras de los moros levantinos; las villas de Abia y Huerta, que formaron el núcleo de la Obispalía, señorío feudal efectivo del obispado; y los pueblos alcarreños de Pareja, Parejola, Chillarón, Hontanillas y Tabladillo, en la hoy provincia de Guadalajara, con otras posesiones menores (haciendas, molinos, huertas), con los que constituyó un estamento territorial de evidente importancia. Unamos a ello los grandes privilegios que tanto su contemporáneo, el rey Alfonso VIII, como los monarcas que fueron sucediendo a ambos, durante los siglos XIII y XIV, concedieron al obispado de Cuenca que, de esta forma, alcanzó evidente poder civil y no escasa riqueza económica.
Referencias: Bartolomé Alcázar, Vida, virtudes y milagros de San Julián, segundo obispo de Cuenca. Madrid, 1692 / Juan José Bautista Martínez, Biografía de San Julián, Cuenca, 1945 / Antonio Briñez Ocaña, Panegírico en alabanza del obispo San Julián. Madrid, 1711 / Francisco Escudero, Vida y milagros del gloriosa profesor San Iulian, segundo obispo de Cuenca. Toledo, 1589 / Miguel Jiménez Monteserín, Vere Pater Pauperum. Cuencac, 1999; Diputación Provincial / Trifón Muñoz y Soliva, Noticias de todos los señores obispos que han regido la diócesis de Cuenca. Cuenca, 1860; pp. 16-28.